domingo, 17 de agosto de 2025

El café de las 6:45 Una historia sobre los gestos que parecen pequeños… pero no lo son

Hombre mayor preparando café en una cocina iluminada por luz dorada de la mañana, con dos tazas humeantes como símbolo de amor silencioso.

No todo lo que cuenta se dice.

No todo lo que se ama se nombra.
Y, a veces, lo que parece silencio… es conversación.

Un café, una hora, una promesa sin firmar

Todos los días, sin falta, él bajaba las escaleras a las 6:30. El suelo de madera crujía siempre en el mismo punto. Preparaba café —fuerte, sin azúcar, como a ella le gustaba—, servía dos tazas, y dejaba una justo al borde de la mesa, en el mismo lugar de siempre.

Ella nunca decía nada.

Nunca preguntó, nunca comentó, nunca pareció notarlo. Dormía hasta las 7, a veces más. Él no se lo reprochaba. Ni siquiera esperaba una mención. Era simplemente su ritual. Su forma de seguir presente. Su gesto de amor sin ruido.

Y no, no era olvido. Era fidelidad silenciosa.

Pero un día, él se quedó dormido.

Donde todo empezó (aunque nadie lo supo)

Una vez, mucho tiempo atrás, él sirvió café para ambos sin planearlo. Fue una mañana de domingo, de esas en que la casa se llena de luz sin pedir permiso. Ella bajó con los ojos aún cerrados de sueño, y al ver la taza humeante sobre la mesa dijo:
—Qué rico huele estar casada contigo.

Fue una frase suelta, dicha al pasar, entre bostezo y suspiro.
Pero a él se le quedó tatuada en la memoria.

Y desde entonces, aunque ella jamás volvió a mencionarlo, él decidió que esa taza iba a estar ahí, esperándola, cada mañana.

Porque a veces el amor no necesita instrucciones. Solo constancia.

Lo que no se dice… ¿no existe?

Vivimos en un mundo donde todo debe ser visible para ser válido. ¿Te diste cuenta? Si no está en redes, si no se publica, si no se comenta, parece que no cuenta. Pero hay otra forma de existir. Más sutil. Más densa también. Y mucho más hermosa.

Este hombre lo sabía. O lo intuía. Porque su café no era una estrategia de pareja ni un acto heroico. Era simplemente lo que hacía porque… bueno, porque la quería. Porque así se había construido su amor: en gestos, no en discursos.

Es curioso. A veces confundimos el silencio con ausencia. Pero hay silencios que sostienen más que mil palabras.

Y hay personas que escuchan con el corazón.

La mañana en que el café no subió

Fue un martes cualquiera. Nublado, húmedo. El tipo de día en que los huesos pesan más. Él se despertó tarde. Muy tarde. Eran las 7:20. Se quedó sentado en el borde de la cama, cabizbajo. Sintió algo parecido a la culpa, pero más tenue. Como una tristeza en miniatura.

Pensó: “Bah, seguro ni lo nota.”

Y entonces… oyó pasos.

No de esos apresurados. No. Eran pasos tranquilos. Pero decididos.

Bajó la mirada. Se escuchó la puerta de la cocina. Y luego, el sonido del café sirviéndose… pero no por sus manos.

Cuando el gesto se invierte

Ella apareció en la escalera, con dos tazas humeantes y una carta doblada. Tenía esa expresión suave que aparece cuando alguien lleva mucho tiempo guardando algo.

—Hoy me tocaba a mí —dijo.

No sonrió mucho. Pero sus ojos sí lo hicieron.

Se sentaron. Él, aún descolocado. Ella le pasó la carta sin palabras.

Lo que decía la carta

“Cada mañana me despertaba con el aroma del café. Fingía dormir porque me gustaba escuchar tus pasos, sentirte cerca. Porque, por extraño que suene, tu silencio me hablaba. Era mi forma de saber que aún estábamos juntos, aunque no habláramos mucho. No quise romper ese momento diciendo gracias. Preferí guardarlo.
Pero hoy que no bajaste… sentí un vacío inesperado. Entonces entendí cuánto necesito ese gesto, aunque nunca lo haya dicho.
Hoy me toca a mí recordártelo. Con café, como tú me enseñaste.”

El amor que no hace ruido

Esta historia podría parecer mínima, ¿cierto? Casi anecdótica. Pero lo que revela es gigantesco. En un mundo que premia la grandilocuencia, los aplausos y los titulares, esta historia es una defensa a lo callado. A lo cotidiano. A ese amor que no busca reconocimiento, solo continuidad.

Y es que a veces… los gestos más importantes no se anuncian. Se repiten.

Una taza. Una hora. Una constancia.

El café de las 6:45 era eso: una ceremonia no declarada. Un puente invisible. Un “te sigo eligiendo” servido en porcelana, sin adornos.

Un nuevo rito compartido

Desde ese día, la rutina cambió. Un poco.
A veces ella bajaba primero. A veces él.
A veces preparaban el café juntos, en silencio.
Otras, simplemente lo compartían sin decir nada, mirando por la ventana.

El gesto ya no era secreto. Pero seguía siendo sagrado.

Habían descubierto que, incluso después de tantos años, aún podían sorprenderse.
Aún podían reescribir su historia… una taza a la vez.

¿Cuántas veces damos por sentado lo que sostiene?

Es fácil olvidar que los rituales domésticos —esas pequeñas repeticiones que a veces parecen aburridas— son, en realidad, actos de construcción emocional. Lavarse los dientes juntos. Servirse agua sin preguntar. Bajar el volumen cuando el otro duerme. Esperar para ver la serie. Cortar la fruta al gusto del otro.

Pequeños pactos no firmados. Pequeños cafés sin reclamar.

Pero cuando faltan… algo cruje.

Lo sabías todo este tiempo, ¿verdad?

Quizá no de forma tan clara, pero lo intuías. Que ese plato colocado siempre igual, esa mirada en el semáforo, esa forma de tocarte el hombro… eran gestos con historia. Con intención. Con alma.

Y, ¿sabes qué? Tal vez tú también has servido café sin que nadie lo note. Tal vez llevas años haciendo algo por alguien que nunca te lo mencionó. Y eso te cansó. O te dolió. O te hizo pensar que no valía la pena.

Pero… ¿y si sí lo notaba?

¿Y si también lo atesoraba en silencio?

Del relato a la resolución

Hay gestos que parecen pasar desapercibidos, pero que en realidad están escribiendo historias en el corazón del otro. No todos sabrán decirlo, no todos sabrán mostrarlo. Pero eso no significa que no lo sientan.

Tal vez no recibas un "gracias" cada día, ni una carta escrita a mano. Pero eso no hace menos valioso lo que entregas.

¿Y tú? ¿A quién le sirves café cada día sin darte cuenta?
¿A quién podrías sorprender mañana con una taza y una carta?

Y si este relato resonó contigo, o sientes que es tiempo de valorar —o expresar— esos gestos cotidianos que sostienen tus relaciones más importantes, pero no sabes cómo hacerlo, o no puedes hacerlo, estaré encantado de acompañarte en ese proceso. A veces, basta con una conversación para empezar a reconstruir los rituales invisibles que sostienen nuestras relaciones más valiosas.

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domingo, 10 de agosto de 2025

El arte de acechar en silencio: lo que me enseñó un gato sobre presencia y paciencia

Gato naranja sentado en silencio en una estación de tren, observando palomas en lo alto, símbolo de paciencia, enfoque y atención plena.

No recuerdo el nombre del tren que tomamos esa tarde. Era uno de esos viajes de regreso que llegan con el cansancio justo para que todo se vea distinto, como si la luz del día te susurrara al oído:

“fíjate bien… hoy algo va a hablarte”.

Y vaya que lo hizo.

Después de un día agitado —Manhattan tiene esa forma extraña de dejarte exhausto y expandido al mismo tiempo— llegamos a la estación de Westbury, justo cuando la tarde empezaba a doblarse sobre sí misma, como si se estirara para despedirse.

Amanda iba un paso adelante, revisando algo en su bolso. Yo me detuve. Algo —no sé qué— me hizo girar la cabeza.

Y ahí estaba.

Un gato naranja, sentado como si le hubiesen encargado custodiar el concreto.

No era un gato cualquiera

Era de esos gatos callejeros que ya no temen ni a los autos ni a las miradas. Su cuerpo era compacto, curtido, como el de alguien que ha vivido más de una vida. Tenía una de esas posturas que no se aprenden en casas con calefacción, sino en esquinas donde cada noche se gana.

Pero lo que me atrapó no fue su dureza.
Fue su quietud.

Estaba allí, inmóvil, con la mirada clavada en algo que yo aún no veía. Sus orejas apenas temblaban con el viento. Parecía una estatua viva, esculpida en paciencia. Me acerqué un poco y, entonces, las vi:

Unas palomas caminaban entre las columnas de cemento, picoteando no sé qué restos invisibles.

Y ahí entendí:
el gato no descansaba. Estaba acechando.

Pero no como cazador desesperado. No había hambre en su mirada, sino algo más fino.
Era presencia pura. Instinto concentrado. El arte de esperar… con intención.

A veces el alma también acecha

Y aquí es donde el relato cambia de piel. Porque, honestamente, no podía dejar de mirar. Amanda me llamó —creo que dijo mi nombre una vez, luego dos— y yo apenas levanté una mano. Le hice señas para que mirara también, pero el gato seguía solo conmigo. Fue nuestro momento compartido.

Y me pregunté:

  • ¿Cuántas veces he sido ese gato?

  • ¿Cuántas veces me he quedado en silencio, sin mover un músculo, esperando que algo aparezca?

  • ¿Y cuántas veces, en vez de esperar, he corrido detrás de cosas por puro miedo a no obtenerlas?

No sé tú, pero yo he cazado más cosas por ansiedad que por verdadera oportunidad.
Y casi siempre, cuando corro por desesperación, me pierdo lo que ya estaba acercándose a mí.

El entorno importa menos que la atención

La estación era gris. Fría. Ruidosa. No tenía nada de mística.
Pero eso no impidió que la escena tuviera alma.

Ahí fue cuando recordé algo que suelo decir en las sesiones de coaching:

“No importa dónde estés; importa cómo estás.”

El gato no eligió un lugar cómodo. Eligió un lugar estratégico.
Y eso me hizo pensar en nosotros, los humanos, que a veces creemos que solo se puede meditar en un templo o tener claridad bajo un árbol.
Como si el alma necesitara decoración.

No.
Lo que necesitamos es presencia.
Eso que tenía ese gato.
Esa forma de estar que no se aprende en libros. Se encarna.

La paciencia no es pasividad

Es fácil confundir el silencio con resignación. El no actuar con apatía.
Pero este gato no era pasivo.
Lo suyo era otra cosa.
Era el tipo de paciencia que da miedo: la que no se distrae.
La que puede esperar sin perder energía.

¿Sabes por qué?
Porque no duda de lo que está haciendo.
No necesita moverse para validarse.

Y eso… eso es sabiduría encarnada.

En un mundo donde todo empuja a la inmediatez —desde el scroll infinito hasta los plazos autoimpuestos para ser “exitosos”— ver a un ser vivo completamente inmóvil pero totalmente enfocado…
fue casi una bofetada al alma.

Lo que me enseñó ese gato

Te lo confieso: me fui de ahí distinto.

No me llevé una postal ni una selfie.
Me llevé una frase que se formó sola en mi cabeza, como si el gato me la dictara sin mover los labios:

“No todo se alcanza corriendo. Algunas verdades se cazan en silencio.”

Y desde entonces, me he pillado a mí mismo más de una vez haciendo pausas.
Esperando con intención.
Mirando sin buscar.

No te voy a decir que se me da fácil. A veces el impulso me gana.
Pero algo cambió: ahora reconozco el valor de esperar desde el centro,
no desde la carencia.

¿Y si ese gato fueras tú?

Piénsalo un momento.
Tal vez hoy no necesitas moverte tanto.
Tal vez lo que buscas está cerca…
pero necesita que dejes de hacer ruido interno.
Que te sientes. Que observes. Que recuperes tu instinto.

  • ¿Tienes algo que estás “cazando”?

  • ¿Un proyecto, una relación, una decisión?

  • ¿Estás actuando desde la prisa o desde la claridad?

Yo no tengo todas las respuestas.
Pero sí sé esto:

El silencio bien sostenido tiene una fuerza que muchas veces asusta.
Porque nos enfrenta a nosotros mismos.

Y si logras quedarte ahí —sin huir, sin sobrepensar— algo en ti empieza a cambiar.
No lo ves de inmediato. Pero lo sientes.

Una lección que sigue vibrando

El relato termina, sí.
Pero la enseñanza sigue viva.

Como esas palomas que el gato no atrapó —pero que, en cierto modo, ya eran suyas—
lo importante no es la caza.
Es la forma en que estás presente con lo que deseas.

Del Relato a la Resolución

A veces, el alma no necesita respuestas urgentes, sino espacios seguros para acechar en silencio. Como ese gato, también nosotros atravesamos estaciones grises y retornos cansados, donde algo dentro —sin hacer ruido— nos dice: "Quédate. Mira bien. No te precipites."

Este relato nos recuerda que no todo se logra en movimiento. Hay decisiones que maduran cuando dejamos de empujar. Hay oportunidades que se revelan solo ante una presencia quieta, alerta y confiada. La verdadera caza no siempre es rápida; a veces es ritual. A veces, es silencio con los ojos abiertos.

¿Y tú? ¿En qué área de tu vida necesitas cambiar el frenesí por enfoque?
¿Dónde podrías pasar del ruido a la observación?
¿Qué parte de ti está lista para esperar con sabiduría… y no con miedo?

Tal vez este sea tu momento para acechar sin ansiedad, para escuchar lo que solo se revela cuando ya no corres tras ello.
Porque cuando eliges la quietud con propósito, ya estás más cerca de lo que anhelas.

Si este relato resonó contigo y sientes que es tiempo de trabajar tu propio arte de esperar con sentido, estaré encantado de acompañarte en ese proceso.

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viernes, 1 de agosto de 2025

El Ala Que Faltaba: un relato reflexivo para cerrar ciclos, sanar y volver a girar.

Hombre contemplando una veleta en forma de libélula desde la ventana, símbolo de sanación y dirección interior

A veces, cerrar una puerta no es lo difícil. Lo complicado es saber qué hacer con la llave después.

Akai lo supo en cuanto cruzó por última vez el portón oxidado del jardín. Aún colgaba la campanilla que ella había colgado—esa que, cuando sonaba, significaba que alguien traía pan, noticias o ganas de discutir. El taller seguía ahí, intacto. Casi como si el tiempo no hubiera pasado… aunque él ya no era el mismo.

La caja olvidada

Entró con la intención de recoger un par de herramientas. Solo eso. Pero la vista se le fue directo a esa caja de madera con marcas de hollín que descansaba, quieta, en la esquina del banco de trabajo. La recordaba bien. Y no porque fuera especial. En realidad, era una de esas cajas que uno guarda "por si acaso". Y ese día, el acaso decidió aparecer.

Al abrirla, el olor a óxido viejo le trajo una mezcla incómoda: tardes compartidas, risas apagadas, silencios incómodos, y sobre todo... la libélula. Ahí estaba. De hierro forjado, elegante, incompleta. Solo tenía una de sus alas.

—Claro —murmuró para sí mismo—. Cómo no.

No era una libélula cualquiera. Era su proyecto. Bueno, de ambos. Habían planeado ponerla como veleta en el techo de la casa que nunca terminaron de construir. Ella decía que la libélula representaba el cambio. Él pensaba más en equilibrio. Pero nunca discutieron por eso. Lo que no dijeron entonces, lo entendía ahora. Faltaba un ala. Como tantas cosas que les habían faltado.

El taller que no suena igual

Akai cargó con la libélula en silencio. No lloró, ni se detuvo demasiado. La guardó como quien guarda una carta sin abrir. Pero esa noche no durmió.

Verás, hay objetos que no pesan por su masa, sino por lo que te obligan a mirar dentro de ti. Y esa libélula... era un espejo.

Pasaron los días. Volvió al trabajo. Respondió correos. Tomó café sin azúcar. Pero cada noche, esa pieza incompleta lo miraba desde el rincón del estudio. Como diciendo: "¿Qué harás conmigo ahora?"

Y fue entonces cuando decidió algo que no estaba en su lista de pendientes: terminarla.

El ala propia

No tenía idea de cómo hacerlo. Sabía lo básico de metales—lo justo para no cortarse. Así que buscó un curso nocturno de herrería. Nada pretencioso: un taller pequeño en el sótano de una ferretería, con un instructor que parecía salido de un cuento de Dickens, pero con WhatsApp.

La primera clase fue frustrante. El calor, los chispazos, el ruido... nada romántico. Pero, curiosamente, todo eso lo conectaba con algo. Con él mismo, tal vez.

Con cada golpe al hierro, Akai iba descubriendo que no estaba allí solo para terminar una veleta. Estaba forjando algo más profundo: su propia forma de cerrar.

La nueva ala no quedó igual que la primera. Era más áspera, menos simétrica, pero tenía algo que la otra no: historia. Su historia. Y eso, por alguna razón, le bastaba.

No era el techo, era la dirección

Pensó en instalarla en su nuevo apartamento, pero no había techo. Ni jardín. Así que improvisó: construyó una base de madera, le añadió un eje, y la colocó junto a la ventana del estudio.

Ahora, cada mañana, cuando abría las cortinas, la veía girar con el viento. No volaba, claro. Pero danzaba. Señalaba direcciones.

Y eso era suficiente.

Ya no se trataba de recordar lo que fue. Se trataba de honrar lo que pudo ser, y aún más, lo que estaba siendo. Porque sí, había perdido una relación. Pero había ganado algo que no sabía que buscaba: una conversación honesta con su parte más callada.

Lo que el hierro no olvida

La libélula se volvió símbolo. No como esos adornos vacíos que uno compra por impulso, sino como los objetos que se vuelven rituales silenciosos.

Cuando tenía días grises, Akai se sentaba frente a ella. A veces con café. Otras, con preguntas. Y aunque la libélula no respondía, le enseñaba. Le enseñaba a aceptar lo imperfecto. A entender que lo que no voló, puede girar. Que lo que no fue, puede transformarse en algo útil. Que el ala que falta... a veces es la que uno mismo necesita construir.

Y no para volver atrás. Sino para mirar hacia donde sopla el viento ahora.

Del relato a la resolución

A veces, una historia de ruptura no se cierra con palabras, sino con fuego, martillo y decisión. Akai no buscó rehacer su pasado. Eligió terminar lo que quedó incompleto dentro de sí. Y esa es una enseñanza poderosa para cualquiera de nosotros: lo que no pudimos vivir plenamente, aún puede transformarse en un acto de creación interna.

¿Y tú? ¿Tienes alguna "ala" que quedó pendiente?
Tal vez no se trate de reconstruir lo perdido, sino de darle forma a lo que aún puede ser. De forjar, con tus propias manos, una nueva dirección.

Porque no todo lo incompleto está roto.
Y no todo lo que gira está perdido.

Y si este relato resonó contigo, o sientes que es tiempo de forjar tus propias alas, estaré encantado de acompañarte en ese proceso.

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domingo, 27 de julio de 2025

El pan que no subía: un relato sobre valor interior, propósito y ternura

Hombre mayor sentado frente a una mesa rústica con cuatro panes artesanales, observando con ternura el más pequeño. Imagen simbólica sobre el valor oculto y la sabiduría silenciosa.

Hay mañanas en las que el silencio de la cocina tiene un peso especial. No es solo el vapor suave del café o el tintinear tímido de una cuchara. Es otra cosa. Como si el aire estuviera lleno de algo sin decir. Esa fue una de esas mañanas.

Cuatro panes descansaban sobre una tabla de madera, cada uno con su propia historia, su propia forma. Tres de ellos habían crecido como se esperaba: dorados, redondos, con esas hendiduras perfectas que parecen haber sido dibujadas con compás. El cuarto… no tanto.

Más bajito. Más callado. Su corteza era menos brillante. Parecía encogido, como si supiera que no había cumplido las expectativas.

Y aquí empieza esta historia.

El pan pequeño que se sentía fuera de lugar

Él lo notó desde temprano. Mientras los otros se inflaban con orgullo bajo la tibieza del horno, él apenas se estiraba. No era cuestión de ingredientes—los tenía todos—ni de que el panadero se hubiera olvidado de él. Nada de eso.

Era simplemente… diferente.

Y claro, cuando uno es diferente, lo primero que suele hacer es compararse. Y compararse, como bien sabemos, es el camino más rápido al auto-rechazo. Ese pan pensó: “¿Qué hice mal? ¿Por qué no soy como ellos?”

No sabía que alguien lo estaba observando con ternura. Con paciencia. Y con una sonrisa.

La escena clásica del juicio: apariencia vs. esencia

Cuando los sacaron del horno, empezó el desfile de halagos. “¡Qué pan más hermoso!”, decían. “¡Miren esa corteza crujiente!” “¡Parece de revista!”
Y ahí estaba él. En una esquina de la tabla. Más callado que nunca.

Los otros panes lo miraban de reojo, sin malicia, pero con esa distancia que a veces se siente peor que una ofensa directa. Como si dijeran: “No lo logró.”

Pero entonces ocurrió algo inesperado.

El panadero, sin decir nada, tomó un cuchillo afilado y empezó a cortar cada uno.

Lo que el cuchillo reveló

El primero: hermoso por fuera… vacío por dentro.
El segundo: dorado, sí, pero seco como un desierto.
El tercero: buena textura… pero insípido.

Y finalmente, el pan pequeño.

El corte fue silencioso. El cuchillo entró con suavidad, y al abrirse… el aroma llenó toda la cocina. Ese tipo de olor que recuerda a casa, a infancia, a momentos en que uno se sentía cuidado sin tener que pedirlo.

El interior era húmedo, tierno, cálido. Suave como abrazo de abuela.

El panadero no dijo mucho. Solo algo sencillo, casi susurrando:

—“Lo que no se ve… suele ser lo más valioso.”

Y en ese momento, todo cambió.

¿Cuántas veces no te has sentido como ese pan?

Vamos a ser honestos.
¿Quién no ha sentido que se quedó corto, que no está a la altura, que su brillo no alcanza?
En redes sociales, en reuniones de trabajo, incluso entre amigos: nos miramos y pensamos “yo debería estar más allá”.

Y es que en una cultura que premia lo visible, lo rápido y lo medible, lo tierno, lo lento y lo profundo pasa desapercibido.

Pero aquí va la sorpresa: no necesitas subir más, ni brillar más, ni hablar más fuerte. A veces, tu mayor regalo está justo donde no lo estás viendo.

Porque no todos fuimos hechos para lucir; algunos fuimos hechos para nutrir

Esa es la clave.
Hay personas que no llegan a una sala para impresionar, sino para sostener.
No hacen ruido, pero te cambian la vida.
No tienen premios, pero te dan paz.

Y no, no salen en portadas, pero te alimentan cuando más lo necesitas.

Lo invisible que sostiene todo

¿Sabías que en muchas cocinas de panadería el pan más simple es el que más trabajo lleva?
Fermentaciones largas, reposo nocturno, paciencia extrema.
Y no siempre sale bonito.
Pero sale… real.

Esa verdad también aplica con personas. Algunas llevan años fermentando en silencio su ternura, su compasión, su sabiduría. No tienen forma "perfecta", pero están llenas de vida por dentro.

El pan que fue servido primero

El cuento no termina con el panadero elogiando al pan pequeño.

Termina con él partiéndolo y sirviéndolo en la mesa de una familia hambrienta.
Ellos no preguntaron por la forma, ni por la altura, ni por cuán dorado quedó.
Solo lo probaron. Y lloraron.

Y el pan, por primera vez, se sintió pleno.

Porque entendió que había sido hecho no para mostrar, sino para saciar. No para brillar, sino para abrazar con sabor.

¿Y tú? ¿Qué parte de ti no ha "subido"?

Tal vez estás pasando por una etapa en la que sientes que los demás avanzan, crecen, logran… y tú no.
Tal vez hay una parte de tu vida que se quedó estancada.
Una relación.
Un sueño.
Una vocación.

Pero ¿y si no está estancada, sino gestándose?
¿Y si tu ternura está madurando en silencio para alimentar a alguien más tarde?

No todos los procesos son visibles.
No todas las historias hacen ruido.

Y eso no las hace menos valiosas.

Del relato a la resolución

En ese pan que no subía descubrimos una gran verdad: el valor real no siempre se nota a simple vista. Lo profundo, lo suave, lo que nutre… suele crecer en silencio, lejos de la prisa y la apariencia.

Entonces, ¿qué parte de ti ha estado en silencio, esperando ser reconocida no por cómo luce, sino por lo que aporta? ¿Te has juzgado demasiado por no tener “la forma esperada”? ¿Y si ese “fracaso” es en realidad una forma distinta de cumplir tu propósito?

Recuerda: no todo lo que brilla alimenta… y no todo lo que alimenta brilla.

Y si este relato tocó algo en ti—si sientes que por mucho tiempo has sido ese pan callado, comparándote, dudando de tu valor—quiero decirte que no estás solo. Acompañar procesos de descubrimiento interior es parte de mi vocación. Estaré encantado de caminar contigo hacia esa versión tuya que no necesita parecer más… porque ya es suficiente para nutrir.

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domingo, 20 de julio de 2025

El Autobús que Nunca Llegaba: un relato reflexivo sobre rutinas que nos hacen sentir productivos, pero nos mantienen atrapados

Ilustración de una mujer pensativa en un autobús que recorre una ruta repetitiva, con un niño curioso a su lado y un camino alternativo al fondo.

Siempre en movimiento… pero, ¿hacia dónde?

Nora salía cada mañana a la misma hora. Puntual. Precisa. Con su café en termo reutilizable y su bolso de cuero marrón con una mancha vieja que jamás logró quitar. La parada estaba justo en la esquina, y el autobús pasaba, como siempre, con su letrero parpadeando: “PRÓXIMA PARADA: DESTINO”.

No era una línea real. Bueno, sí lo era… pero no como una que la llevara a algo nuevo. Ese autobús hacía una ruta circular, un loop, como decían algunos colegas jóvenes. Daba vueltas. Siempre las mismas. Y, curiosamente, todos actuaban como si de verdad se dirigieran a algún lugar.

Nora había trabajado en la misma oficina por casi doce años. Departamento de archivo, aunque ahora lo llamaban “gestión documental digitalizada”. Ella decía que eso solo era una forma elegante de describir cómo pasaba ocho horas desplazando archivos de un servidor a otro y respondiendo correos que ni siquiera necesitaban respuesta. Pero bueno, el sueldo llegaba a fin de mes, ¿no?

Una pregunta que rompió el bucle

Una mañana cualquiera —de esas que se parecen tanto entre sí que podrían intercambiarse sin que nadie lo notara— un niño subió con su mochila y un batido a medio terminar.

Se sentó al lado de Nora. Ella apenas alzó la vista. Hasta que escuchó:

—¿Tú sí sabes a dónde va este autobús o solo das vueltas como los grandes?

La pregunta le cayó como una piedra al pecho. No por el tono —era inocente, curioso—, sino por lo que implicaba. Como si alguien hubiera destapado un pensamiento que ella ni siquiera sabía que estaba escondiendo. ¿Y si el niño tenía razón?

Miró por la ventana. Mismo parque, misma panadería con el letrero “Café y pan caliente desde 1983”, misma esquina donde siempre se peleaban por el estacionamiento. Mismo todo.

Entonces cayó en cuenta: no importaba cuántas vueltas diera, el destino no existía si la ruta siempre era la misma.

El conductor que no respondía

Ese día Nora decidió preguntar. Al conductor, al sistema, al universo. Lo que sea. Esperó a que el autobús se detuviera unos segundos más de lo normal por un semáforo en rojo y se acercó.

—Disculpe... ¿hay alguna forma de bajarme en una parada que no sea la habitual? ¿Algo fuera del loop?

El conductor ni la miró. Apenas murmuró:
—Mantenga su asiento. Estamos en ruta.

Así, sin más. Como si estuviera programado. Como si formara parte del guión de una obra en la que todos fingían no darse cuenta de que no estaban yendo a ningún lado.

Y aquí viene lo extraño: casi nadie parecía notar el bucle. Algunos dormían. Otros iban pegados al teléfono, con los ojos vidriosos, desplazando imágenes de comida o memes con frases motivacionales como: “La vida es un viaje, no un destino”. Qué ironía.

Cuando el loop se detiene (por accidente)

Pasaron días, o semanas —la verdad, el tiempo empezó a sentirse como una masa blanda— hasta que un día el autobús se detuvo. Literalmente. Una falla mecánica. Nora casi se sintió agradecida. No por el accidente, claro, sino porque era su oportunidad.

Aprovechó el momento, bajó con su bolso y sus dudas, y se alejó del tumulto de quejas y llamadas a la empresa de transporte. Caminó. No mucho. Pero suficiente para salirse del radio del loop. Y allí, desde una colina cercana, pudo ver la ruta completa: un círculo. Perfecto. Cerrado. Sin escape.

Pero también vio algo más.

Un sendero polvoriento que se perdía entre los árboles. No tenía señalizaciones, ni asfalto, ni paradas. Nadie lo transitaba. Pero estaba ahí.

El primer paso no lleva a un lugar, lleva a un nuevo ritmo

Nora dudó. Pensó en su trabajo, en su rutina, en las cosas que siempre le dijeron que debía hacer: ser responsable, cumplir, no faltar, no arriesgar. Pero algo dentro le dijo: “Ya diste muchas vueltas. Ahora camina recto”.

Y así lo hizo. Con los zapatos que no eran para caminar y sin una botella de agua. A cada paso, sentía que el mundo recuperaba colores. Como si hubiese estado viendo todo en escala de grises.

Sacó su libreta, esa que usaba solo para anotar listas del supermercado, y escribió:

“Hoy no llegué a destino. Pero por primera vez, estoy yendo hacia uno.”

¿Y tú? ¿Sigues dando vueltas o ya bajaste?

Podría parecer una historia exagerada. Pero, seamos sinceros, ¿cuántos de nosotros vivimos atrapados en loops personales que repetimos como si fueran leyes inquebrantables?

  • Esa relación que ya no construye, pero tampoco termina.

  • Ese trabajo que pagas con tu energía vital, pero que no te permite crecer.

  • Ese hábito que parece inofensivo, pero te aleja cada vez más de tus sueños.

Y lo más curioso es que nos movemos. Todo el tiempo. De reunión en reunión. De lunes a viernes. De tarea en tarea. Pero sin avanzar. Como si la acción se hubiese disfrazado de evolución.

Salirse del loop no es una huida, es un acto de presencia

Salir del bucle no significa dejarlo todo o volverse temerario. Significa, simplemente, preguntarse si lo que estás haciendo te está acercando a la vida que realmente quieres. Significa hacer pausas, observar, redefinir, tal vez fallar… pero sentirte vivo en el proceso.

Hay personas que pasarán años, décadas incluso, sin hacerse esa pregunta. Y hay otras —quizá tú— que están empezando a intuir que el autobús no llegará nunca si no hay una decisión diferente.

Entonces, la verdadera pregunta no es si el destino existe.
Es si estás dispuesto a dejar de dar vueltas para empezar a caminar hacia él.

Del relato a la resolución

A veces confundimos el movimiento con el propósito. Pero dar vueltas no es lo mismo que avanzar. Como Nora, todos podemos despertar en algún punto del camino y darnos cuenta de que ese autobús —sea una rutina, un trabajo, una relación o una forma de pensar— no nos está llevando a donde soñábamos.

¿Qué parte de tu vida se siente como un loop?
¿Estás esperando una parada que no llega, o estás listo para bajarte y comenzar un nuevo rumbo?

No necesitas saber exactamente a dónde ir. Solo necesitas reconocer que puedes elegir otra dirección. La vida no es el autobús. Eres tú quien lo conduce.

Y si este relato resonó contigo, o sientes que es tiempo de salir del bucle y tomar el volante de tu propio camino, estaré encantado de acompañarte en ese proceso. Hay rutas nuevas esperándote, y a veces solo hace falta alguien que camine contigo los primeros pasos.

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domingo, 13 de julio de 2025

Las Piedras que Vuelven

Joven detrás de un muro de piedra donde florecen flores, símbolo de paz y transformación interior.
Un cuento sobre límites, heridas… y la magia de no reaccionar igual

¿Y si no todas las piedras que te lanzan están ahí para destruirte?

En un rincón olvidado del valle, donde el viento hablaba más que la gente, vivía un joven alfarero llamado Simón. No era famoso ni pretendía serlo. Lo suyo era más bien observar en silencio, moldear barro con ternura y tratar de no molestar a nadie.

Pero como suele pasar, su quietud molestaba más que cualquier grito.

La gente del valle, a veces sin saber por qué, se dedicaba a lanzar piedras. No por maldad, al menos no siempre. Algunas piedras venían cargadas de frustración, otras de celos, otras simplemente eran copias de piedras que otros ya habían lanzado antes. Simón no entendía por qué lo elegían a él, pero tampoco se quejaba.

Eso sí: no devolvía ninguna.

Una muralla como ninguna otra

Mientras otros construían muros de rabia, con gritos incrustados entre las rocas, Simón hizo algo distinto. Levantó una muralla, sí. Pero no era una cualquiera.
La suya no tenía púas ni rebotaba las piedras con violencia. Era una especie de manto firme, silencioso, que absorbía los impactos. Y lo más curioso… era lo que pasaba después.

A las pocas semanas, en la tierra frente a su muralla comenzaron a brotar flores. Pequeñas, tímidas al principio. Luego más altas, más coloridas. Algunas llevaban nombres: “Aceptación”, “Aprendizaje”, “Silencio fértil”. Otras ni nombre tenían, pero al verlas uno sentía algo. Paz, quizás. O una pregunta sin responder.

La gente, confundida, miraba esas flores como si fueran un truco. “¿Qué clase de magia es esta?”, murmuraban.

El eco de lo que no se devuelve

Una tarde, uno de los vecinos más agresivos del valle, Tomás, lanzó una piedra más grande que nunca. Venía con rabia acumulada, una mezcla de decepciones y heridas que ni él mismo se había permitido mirar de frente. La piedra golpeó la muralla… y desapareció.

No se oyó estruendo. No hubo grieta. Solo silencio.

Unos días después, justo en el lugar donde había caído la piedra, floreció algo distinto. Una planta robusta, con espinas, pero con un perfume indescriptible. Tomás se acercó, sin entender, y Simón lo estaba esperando.

—¿Tú hiciste esto? —preguntó Tomás, más asombrado que enfadado.

—No la devolví —respondió Simón, simplemente—. Y cuando no devuelves la piedra, a veces, la tierra la transforma.

¿Defenderme o transformar?

Ahora, haz una pausa. Porque sí, esto es un cuento... pero también es una pregunta.

¿Cuántas veces has sentido que te lanzan piedras?

Pueden venir de todas partes:

  • Críticas disfrazadas de consejos

  • Miradas que juzgan en silencio

  • Palabras que perforan más que gritos

  • O esa voz interna, a veces la más cruel, que te dice que no eres suficiente

Y claro, lo primero que queremos hacer es devolverlas. Defendernos. Gritar más fuerte. Mostrar que no somos débiles. Que no nos duele.
Pero… ¿realmente no duele?

¿Y si, en vez de devolver la piedra, la dejas tocar tu muralla interior… y esperas?

No para reprimir, sino para procesar. Como hace la tierra con el abono: lo oscuro se convierte en raíz, lo podrido en flor.

Las semillas invisibles del conflicto

La mayoría de las personas no sabe qué hacer con lo que siente. Así que lo lanzan. A veces con rabia, a veces con sarcasmo, a veces con esa ironía cortante que disfraza la inseguridad.

Y si tú recoges esa piedra y la lanzas de vuelta, el ciclo nunca se detiene.

Pero si haces lo que hizo Simón —crear un espacio que absorba, que transforme sin negarlo—, algo nuevo puede crecer.

Esto no es pasividad. Tampoco es resignación.
Es elegir con conciencia qué tipo de jardín quieres dentro de ti.

¿Y si la defensa no es un escudo, sino una alquimia?

Mira, a todos nos han herido. A veces más de lo que podemos decir en voz alta.

Y sí, claro que necesitas límites. No se trata de soportarlo todo. Se trata de elegir cómo responder sin convertirte en lo mismo que te hirió.

Porque si reaccionas igual, la herida te gobierna.
Pero si eliges con calma, la herida te enseña.

Entonces… ¿qué hacer con tus propias piedras?

Simón no era santo. También sintió rabia. También quiso lanzar algo de vuelta.

Pero respiraba. Y en ese respiro, recordaba que toda piedra podía ser semilla… si encontraba tierra fértil.

¿Y tú? ¿Qué harías si hoy te lanzaran una piedra?

Mejor aún:

  • ¿Qué harás con las piedras que ya tienes acumuladas?

  • ¿Las seguirás cargando?

  • ¿Las lanzarás de vuelta?

  • ¿O construirás una muralla que transforme, no que aísle?

Un ejercicio que podrías intentar (sí, ahora mismo)

  1. Escribe en un papel alguna crítica o frase dolorosa que hayas recibido.

  2. Léela en voz baja, y nota qué sientes.

  3. Ahora responde: ¿Qué parte de eso te dolió porque tocó algo que tú ya creías de ti?

  4. Imagina que esa frase se convierte en una piedra.

  5. Dibuja una flor que crece sobre ella. Ponle un nombre: “Confianza”, “Autoafirmación”, “Límite sano”… el que necesites.

  6. Déjala en tu escritorio. A veces, lo simbólico también sana.

Del Relato a la Resolución

Simón no necesitó grandes palabras para transformar su entorno. Bastó con una decisión silenciosa y constante: no devolver la piedra, dejar que la tierra hiciera lo suyo y confiar en que incluso lo más duro puede florecer si se le da el lugar.

Tal vez hoy tú también estás recibiendo piedras. Algunas vienen con nombre y apellido; otras, desde adentro. La invitación no es a negar lo que duele, sino a preguntarte con honestidad: ¿Qué quiero hacer con esto?
Porque puedes elegir. Puedes construir desde el dolor sin volverte piedra tú también.

Hoy puedes sembrar, transformar, y abrir espacio a algo distinto.

Y si este relato resonó contigo, o sientes que es tiempo de trabajar tu propio jardín interior, estaré encantado de acompañarte en ese proceso.

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Hasta la próxima entrega,

Coach Alexander Madrigal

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domingo, 6 de julio de 2025

Los pasos que curan

Hombre caminando entre bosque y niebla como metáfora del viaje interior

Caminatas que no buscan destino, sino sentido

No fue una decisión racional. Tampoco fue una meta. Simplemente un impulso. De esos que llegan calladitos, sin escándalo, pero se sienten como un susurro firme en el pecho. Ese día, sin saber por qué, se puso los zapatos más cómodos que tenía —viejos, sucios, fieles— y salió a caminar.

No había música. No había ruta. Solo un río que bordeaba el parque, un sendero embarrado de tanto olvido, y una mezcla rara de niebla y sol que lo envolvía como si el mundo entero estuviera dudando entre mostrarse o esconderse.
Como él, pensó. Como yo.

Lo que el cuerpo no dice con palabras

Llevaba meses —¿o años?— sintiéndose desconectado. Como si viviera en un cuerpo ajeno, mecánico, siempre agotado aunque durmiera. Se tomaba vitaminas, iba a terapia, incluso meditaba de vez en cuando, pero había algo que no cuadraba. Como si su piel no le quedara bien.
Y sin embargo, al dar ese primer paso, algo se removió. Como cuando mueves una alfombra vieja y sale una nube de polvo que ni sabías que estaba ahí.

La caminata fue lenta al principio. No por flojera. Más bien por respeto. Como si sus piernas necesitaran aprender a confiar de nuevo en que podían llevarlo a un lugar distinto al sofá.

Pasó junto a un árbol con la corteza rajada —y, de la nada, recordó una caída en bicicleta cuando tenía nueve años. La rodilla pelada. El llanto con orgullo herido. Su mamá limpiando la herida sin palabras, pero con ternura.
No supo por qué ese recuerdo emergió. Solo que le dejó un nudo en la garganta y una tibieza en el pecho.

Cuando los pies te llevan donde la cabeza no puede

Hay una teoría —muy popular entre fisioterapeutas y neuropsicólogos— que dice que el cuerpo guarda memoria emocional. Que los músculos, los órganos, incluso la postura, registran experiencias que la mente no procesa del todo.
¿Será por eso que caminar se sentía como remover el sótano del alma?

Cada paso parecía liberar un fragmento olvidado. La risa con su primer amor. El silencio incómodo en una despedida que nunca quiso. Las veces que caminó a casa sin saber cómo decir que no podía más.
Todo eso, entre pasos y respiraciones entrecortadas, iba saliendo sin pedir permiso. Sin lógica. Sin calendario.

Y entonces pasó algo inesperado. Se detuvo.

No porque estuviera cansado. Al contrario. Se detuvo porque sintió… algo. Una especie de presencia. Como si el bosque también estuviera respirando. Como si los árboles le dijeran: “te estábamos esperando”.

¿Suena cursi? Quizá. Pero cuando has estado tan desconectado que hasta el silencio te resulta hostil, cualquier gesto de la vida se siente como un milagro.

El umbral: cuando la niebla se vuelve maestra

La caminata lo llevó hacia una zona más densa, donde la niebla cubría casi todo. Apenas veía a unos metros. No sabía si seguir era seguro o sensato.
Pero algo dentro —una mezcla de valentía y hartazgo— le empujó hacia adelante.

Fue en ese tramo donde las lágrimas salieron sin aviso. No eran dramáticas ni desesperadas. Más bien eran suaves, como esas lluvias que no mojan de golpe, pero lo empapan todo.
Lloró por lo que había callado. Por lo que había perdido. Por lo que no había sabido defender.
Y por fin, por lo que seguía teniendo: su cuerpo. Su aliento. Sus pasos.

—Gracias —murmuró. No supo a quién se lo decía. Tal vez a sus piernas. Tal vez al río. Tal vez a ese pedacito de vida que se había despertado.

Volver no es regresar igual

Al cabo de un rato, dio media vuelta y volvió por el mismo camino. Pero todo se sentía distinto. La luz había cambiado. Sus hombros estaban menos tensos. Incluso su respiración parecía nueva.

Cuando llegó a casa, no encendió la televisión. Ni abrió el celular.
Se sentó en el piso. Se estiró como un gato lento y viejo. Bebió agua. Y se permitió, por primera vez en mucho tiempo, no hacer nada.

Esa noche durmió profundamente.
Y al día siguiente, caminó de nuevo.

Lo que quizá también te pasa (aunque no lo digas)

Mira, hablemos claro. Vivimos en un ritmo tan raro que movernos dejó de ser algo natural. Nos sentamos todo el día. Fingimos estar bien. Ignoramos dolores porque “hay que cumplir”.

Pero el cuerpo, ese sabio que no tiene voz, termina gritando con insomnios, contracturas, colon irritable, ansiedad flotante…
Y no, no todo se resuelve con pastillas o respiraciones profundas en una app. A veces, lo único que necesitas es salir a caminar sin propósito. Dejar que tus pies vayan por ti. Que el aire limpie un poco. Que el cuerpo hable.

Porque el cuerpo guarda. Pero también suelta.
Y moverse puede ser el ritual que te devuelva al centro.

¿Y si das tu primer paso?

Te invito a hacer algo hoy:

  • No como rutina de ejercicio.

  • No como plan de productividad.

  • Solo como un gesto de reconexión.

Camina sin auriculares. Sin destino. Escucha cómo pisas. Mira los árboles. Agradece tus rodillas aunque crujan.
Hazlo unos minutos. Tal vez no pase nada. O tal vez pase todo.

Del relato a la Resolución

A veces, las grandes revoluciones no comienzan con ideas, sino con pasos.
Pequeños. Torpes. Pero firmes.

¿Cuándo fue la última vez que caminaste para sentirte mejor, no para llegar a un lugar?
Quizá tu cuerpo también está esperando que salgas a buscarte.
No con prisa. No con culpa.
Solo con honestidad.

¿Quieres trabajar esto en sesión personal?

Si sientes que tu cuerpo guarda más de lo que puedes procesar solo, podemos caminar juntos este tramo.
Desde la compasión, la escucha y un acompañamiento real.

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Hasta la próxima entrega,

Coach Alexander Madrigal

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