¿Y si no todas las piedras que te lanzan están ahí para destruirte?
En un rincón olvidado del valle, donde el viento hablaba más que la gente, vivía un joven alfarero llamado Simón. No era famoso ni pretendía serlo. Lo suyo era más bien observar en silencio, moldear barro con ternura y tratar de no molestar a nadie.
Pero como suele pasar, su quietud molestaba más que cualquier grito.
La gente del valle, a veces sin saber por qué, se dedicaba a lanzar piedras. No por maldad, al menos no siempre. Algunas piedras venían cargadas de frustración, otras de celos, otras simplemente eran copias de piedras que otros ya habían lanzado antes. Simón no entendía por qué lo elegían a él, pero tampoco se quejaba.
Eso sí: no devolvía ninguna.
Una muralla como ninguna otra
Mientras otros construían muros de rabia, con gritos incrustados entre las rocas, Simón hizo algo distinto. Levantó una muralla, sí. Pero no era una cualquiera.
La suya no tenía púas ni rebotaba las piedras con violencia. Era una especie de manto firme, silencioso, que absorbía los impactos. Y lo más curioso… era lo que pasaba después.
A las pocas semanas, en la tierra frente a su muralla comenzaron a brotar flores. Pequeñas, tímidas al principio. Luego más altas, más coloridas. Algunas llevaban nombres: “Aceptación”, “Aprendizaje”, “Silencio fértil”. Otras ni nombre tenían, pero al verlas uno sentía algo. Paz, quizás. O una pregunta sin responder.
La gente, confundida, miraba esas flores como si fueran un truco. “¿Qué clase de magia es esta?”, murmuraban.
El eco de lo que no se devuelve
Una tarde, uno de los vecinos más agresivos del valle, Tomás, lanzó una piedra más grande que nunca. Venía con rabia acumulada, una mezcla de decepciones y heridas que ni él mismo se había permitido mirar de frente. La piedra golpeó la muralla… y desapareció.
No se oyó estruendo. No hubo grieta. Solo silencio.
Unos días después, justo en el lugar donde había caído la piedra, floreció algo distinto. Una planta robusta, con espinas, pero con un perfume indescriptible. Tomás se acercó, sin entender, y Simón lo estaba esperando.
—¿Tú hiciste esto? —preguntó Tomás, más asombrado que enfadado.
—No la devolví —respondió Simón, simplemente—. Y cuando no devuelves la piedra, a veces, la tierra la transforma.
¿Defenderme o transformar?
Ahora, haz una pausa. Porque sí, esto es un cuento... pero también es una pregunta.
¿Cuántas veces has sentido que te lanzan piedras?
Pueden venir de todas partes:
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Críticas disfrazadas de consejos
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Miradas que juzgan en silencio
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Palabras que perforan más que gritos
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O esa voz interna, a veces la más cruel, que te dice que no eres suficiente
Y claro, lo primero que queremos hacer es devolverlas. Defendernos. Gritar más fuerte. Mostrar que no somos débiles. Que no nos duele.
Pero… ¿realmente no duele?
¿Y si, en vez de devolver la piedra, la dejas tocar tu muralla interior… y esperas?
No para reprimir, sino para procesar. Como hace la tierra con el abono: lo oscuro se convierte en raíz, lo podrido en flor.
Las semillas invisibles del conflicto
La mayoría de las personas no sabe qué hacer con lo que siente. Así que lo lanzan. A veces con rabia, a veces con sarcasmo, a veces con esa ironía cortante que disfraza la inseguridad.
Y si tú recoges esa piedra y la lanzas de vuelta, el ciclo nunca se detiene.
Pero si haces lo que hizo Simón —crear un espacio que absorba, que transforme sin negarlo—, algo nuevo puede crecer.
Esto no es pasividad. Tampoco es resignación.
Es elegir con conciencia qué tipo de jardín quieres dentro de ti.
¿Y si la defensa no es un escudo, sino una alquimia?
Mira, a todos nos han herido. A veces más de lo que podemos decir en voz alta.
Y sí, claro que necesitas límites. No se trata de soportarlo todo. Se trata de elegir cómo responder sin convertirte en lo mismo que te hirió.
Porque si reaccionas igual, la herida te gobierna.
Pero si eliges con calma, la herida te enseña.
Entonces… ¿qué hacer con tus propias piedras?
Simón no era santo. También sintió rabia. También quiso lanzar algo de vuelta.
Pero respiraba. Y en ese respiro, recordaba que toda piedra podía ser semilla… si encontraba tierra fértil.
¿Y tú? ¿Qué harías si hoy te lanzaran una piedra?
Mejor aún:
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¿Qué harás con las piedras que ya tienes acumuladas?
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¿Las seguirás cargando?
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¿Las lanzarás de vuelta?
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¿O construirás una muralla que transforme, no que aísle?
Un ejercicio que podrías intentar (sí, ahora mismo)
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Escribe en un papel alguna crítica o frase dolorosa que hayas recibido.
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Léela en voz baja, y nota qué sientes.
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Ahora responde: ¿Qué parte de eso te dolió porque tocó algo que tú ya creías de ti?
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Imagina que esa frase se convierte en una piedra.
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Dibuja una flor que crece sobre ella. Ponle un nombre: “Confianza”, “Autoafirmación”, “Límite sano”… el que necesites.
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Déjala en tu escritorio. A veces, lo simbólico también sana.
Del Relato a la Resolución
Simón no necesitó grandes palabras para transformar su entorno. Bastó con una decisión silenciosa y constante: no devolver la piedra, dejar que la tierra hiciera lo suyo y confiar en que incluso lo más duro puede florecer si se le da el lugar.
Tal vez hoy tú también estás recibiendo piedras. Algunas vienen con nombre y apellido; otras, desde adentro. La invitación no es a negar lo que duele, sino a preguntarte con honestidad: ¿Qué quiero hacer con esto?
Porque puedes elegir. Puedes construir desde el dolor sin volverte piedra tú también.
Hoy puedes sembrar, transformar, y abrir espacio a algo distinto.
Y si este relato resonó contigo, o sientes que es tiempo de trabajar tu propio jardín interior, estaré encantado de acompañarte en ese proceso.
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Hasta la próxima entrega,
Coach Alexander Madrigal
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