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domingo, 20 de julio de 2025

El Autobús que Nunca Llegaba: un relato reflexivo sobre rutinas que nos hacen sentir productivos, pero nos mantienen atrapados

Ilustración de una mujer pensativa en un autobús que recorre una ruta repetitiva, con un niño curioso a su lado y un camino alternativo al fondo.

Siempre en movimiento… pero, ¿hacia dónde?

Nora salía cada mañana a la misma hora. Puntual. Precisa. Con su café en termo reutilizable y su bolso de cuero marrón con una mancha vieja que jamás logró quitar. La parada estaba justo en la esquina, y el autobús pasaba, como siempre, con su letrero parpadeando: “PRÓXIMA PARADA: DESTINO”.

No era una línea real. Bueno, sí lo era… pero no como una que la llevara a algo nuevo. Ese autobús hacía una ruta circular, un loop, como decían algunos colegas jóvenes. Daba vueltas. Siempre las mismas. Y, curiosamente, todos actuaban como si de verdad se dirigieran a algún lugar.

Nora había trabajado en la misma oficina por casi doce años. Departamento de archivo, aunque ahora lo llamaban “gestión documental digitalizada”. Ella decía que eso solo era una forma elegante de describir cómo pasaba ocho horas desplazando archivos de un servidor a otro y respondiendo correos que ni siquiera necesitaban respuesta. Pero bueno, el sueldo llegaba a fin de mes, ¿no?

Una pregunta que rompió el bucle

Una mañana cualquiera —de esas que se parecen tanto entre sí que podrían intercambiarse sin que nadie lo notara— un niño subió con su mochila y un batido a medio terminar.

Se sentó al lado de Nora. Ella apenas alzó la vista. Hasta que escuchó:

—¿Tú sí sabes a dónde va este autobús o solo das vueltas como los grandes?

La pregunta le cayó como una piedra al pecho. No por el tono —era inocente, curioso—, sino por lo que implicaba. Como si alguien hubiera destapado un pensamiento que ella ni siquiera sabía que estaba escondiendo. ¿Y si el niño tenía razón?

Miró por la ventana. Mismo parque, misma panadería con el letrero “Café y pan caliente desde 1983”, misma esquina donde siempre se peleaban por el estacionamiento. Mismo todo.

Entonces cayó en cuenta: no importaba cuántas vueltas diera, el destino no existía si la ruta siempre era la misma.

El conductor que no respondía

Ese día Nora decidió preguntar. Al conductor, al sistema, al universo. Lo que sea. Esperó a que el autobús se detuviera unos segundos más de lo normal por un semáforo en rojo y se acercó.

—Disculpe... ¿hay alguna forma de bajarme en una parada que no sea la habitual? ¿Algo fuera del loop?

El conductor ni la miró. Apenas murmuró:
—Mantenga su asiento. Estamos en ruta.

Así, sin más. Como si estuviera programado. Como si formara parte del guión de una obra en la que todos fingían no darse cuenta de que no estaban yendo a ningún lado.

Y aquí viene lo extraño: casi nadie parecía notar el bucle. Algunos dormían. Otros iban pegados al teléfono, con los ojos vidriosos, desplazando imágenes de comida o memes con frases motivacionales como: “La vida es un viaje, no un destino”. Qué ironía.

Cuando el loop se detiene (por accidente)

Pasaron días, o semanas —la verdad, el tiempo empezó a sentirse como una masa blanda— hasta que un día el autobús se detuvo. Literalmente. Una falla mecánica. Nora casi se sintió agradecida. No por el accidente, claro, sino porque era su oportunidad.

Aprovechó el momento, bajó con su bolso y sus dudas, y se alejó del tumulto de quejas y llamadas a la empresa de transporte. Caminó. No mucho. Pero suficiente para salirse del radio del loop. Y allí, desde una colina cercana, pudo ver la ruta completa: un círculo. Perfecto. Cerrado. Sin escape.

Pero también vio algo más.

Un sendero polvoriento que se perdía entre los árboles. No tenía señalizaciones, ni asfalto, ni paradas. Nadie lo transitaba. Pero estaba ahí.

El primer paso no lleva a un lugar, lleva a un nuevo ritmo

Nora dudó. Pensó en su trabajo, en su rutina, en las cosas que siempre le dijeron que debía hacer: ser responsable, cumplir, no faltar, no arriesgar. Pero algo dentro le dijo: “Ya diste muchas vueltas. Ahora camina recto”.

Y así lo hizo. Con los zapatos que no eran para caminar y sin una botella de agua. A cada paso, sentía que el mundo recuperaba colores. Como si hubiese estado viendo todo en escala de grises.

Sacó su libreta, esa que usaba solo para anotar listas del supermercado, y escribió:

“Hoy no llegué a destino. Pero por primera vez, estoy yendo hacia uno.”

¿Y tú? ¿Sigues dando vueltas o ya bajaste?

Podría parecer una historia exagerada. Pero, seamos sinceros, ¿cuántos de nosotros vivimos atrapados en loops personales que repetimos como si fueran leyes inquebrantables?

  • Esa relación que ya no construye, pero tampoco termina.

  • Ese trabajo que pagas con tu energía vital, pero que no te permite crecer.

  • Ese hábito que parece inofensivo, pero te aleja cada vez más de tus sueños.

Y lo más curioso es que nos movemos. Todo el tiempo. De reunión en reunión. De lunes a viernes. De tarea en tarea. Pero sin avanzar. Como si la acción se hubiese disfrazado de evolución.

Salirse del loop no es una huida, es un acto de presencia

Salir del bucle no significa dejarlo todo o volverse temerario. Significa, simplemente, preguntarse si lo que estás haciendo te está acercando a la vida que realmente quieres. Significa hacer pausas, observar, redefinir, tal vez fallar… pero sentirte vivo en el proceso.

Hay personas que pasarán años, décadas incluso, sin hacerse esa pregunta. Y hay otras —quizá tú— que están empezando a intuir que el autobús no llegará nunca si no hay una decisión diferente.

Entonces, la verdadera pregunta no es si el destino existe.
Es si estás dispuesto a dejar de dar vueltas para empezar a caminar hacia él.

Del relato a la resolución

A veces confundimos el movimiento con el propósito. Pero dar vueltas no es lo mismo que avanzar. Como Nora, todos podemos despertar en algún punto del camino y darnos cuenta de que ese autobús —sea una rutina, un trabajo, una relación o una forma de pensar— no nos está llevando a donde soñábamos.

¿Qué parte de tu vida se siente como un loop?
¿Estás esperando una parada que no llega, o estás listo para bajarte y comenzar un nuevo rumbo?

No necesitas saber exactamente a dónde ir. Solo necesitas reconocer que puedes elegir otra dirección. La vida no es el autobús. Eres tú quien lo conduce.

Y si este relato resonó contigo, o sientes que es tiempo de salir del bucle y tomar el volante de tu propio camino, estaré encantado de acompañarte en ese proceso. Hay rutas nuevas esperándote, y a veces solo hace falta alguien que camine contigo los primeros pasos.

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Hasta la próxima entrega,

Coach Alexander Madrigal

© 2025 Alexander Madrigal. Todos los derechos reservados.

domingo, 13 de julio de 2025

Las Piedras que Vuelven

Joven detrás de un muro de piedra donde florecen flores, símbolo de paz y transformación interior.
Un cuento sobre límites, heridas… y la magia de no reaccionar igual

¿Y si no todas las piedras que te lanzan están ahí para destruirte?

En un rincón olvidado del valle, donde el viento hablaba más que la gente, vivía un joven alfarero llamado Simón. No era famoso ni pretendía serlo. Lo suyo era más bien observar en silencio, moldear barro con ternura y tratar de no molestar a nadie.

Pero como suele pasar, su quietud molestaba más que cualquier grito.

La gente del valle, a veces sin saber por qué, se dedicaba a lanzar piedras. No por maldad, al menos no siempre. Algunas piedras venían cargadas de frustración, otras de celos, otras simplemente eran copias de piedras que otros ya habían lanzado antes. Simón no entendía por qué lo elegían a él, pero tampoco se quejaba.

Eso sí: no devolvía ninguna.

Una muralla como ninguna otra

Mientras otros construían muros de rabia, con gritos incrustados entre las rocas, Simón hizo algo distinto. Levantó una muralla, sí. Pero no era una cualquiera.
La suya no tenía púas ni rebotaba las piedras con violencia. Era una especie de manto firme, silencioso, que absorbía los impactos. Y lo más curioso… era lo que pasaba después.

A las pocas semanas, en la tierra frente a su muralla comenzaron a brotar flores. Pequeñas, tímidas al principio. Luego más altas, más coloridas. Algunas llevaban nombres: “Aceptación”, “Aprendizaje”, “Silencio fértil”. Otras ni nombre tenían, pero al verlas uno sentía algo. Paz, quizás. O una pregunta sin responder.

La gente, confundida, miraba esas flores como si fueran un truco. “¿Qué clase de magia es esta?”, murmuraban.

El eco de lo que no se devuelve

Una tarde, uno de los vecinos más agresivos del valle, Tomás, lanzó una piedra más grande que nunca. Venía con rabia acumulada, una mezcla de decepciones y heridas que ni él mismo se había permitido mirar de frente. La piedra golpeó la muralla… y desapareció.

No se oyó estruendo. No hubo grieta. Solo silencio.

Unos días después, justo en el lugar donde había caído la piedra, floreció algo distinto. Una planta robusta, con espinas, pero con un perfume indescriptible. Tomás se acercó, sin entender, y Simón lo estaba esperando.

—¿Tú hiciste esto? —preguntó Tomás, más asombrado que enfadado.

—No la devolví —respondió Simón, simplemente—. Y cuando no devuelves la piedra, a veces, la tierra la transforma.

¿Defenderme o transformar?

Ahora, haz una pausa. Porque sí, esto es un cuento... pero también es una pregunta.

¿Cuántas veces has sentido que te lanzan piedras?

Pueden venir de todas partes:

  • Críticas disfrazadas de consejos

  • Miradas que juzgan en silencio

  • Palabras que perforan más que gritos

  • O esa voz interna, a veces la más cruel, que te dice que no eres suficiente

Y claro, lo primero que queremos hacer es devolverlas. Defendernos. Gritar más fuerte. Mostrar que no somos débiles. Que no nos duele.
Pero… ¿realmente no duele?

¿Y si, en vez de devolver la piedra, la dejas tocar tu muralla interior… y esperas?

No para reprimir, sino para procesar. Como hace la tierra con el abono: lo oscuro se convierte en raíz, lo podrido en flor.

Las semillas invisibles del conflicto

La mayoría de las personas no sabe qué hacer con lo que siente. Así que lo lanzan. A veces con rabia, a veces con sarcasmo, a veces con esa ironía cortante que disfraza la inseguridad.

Y si tú recoges esa piedra y la lanzas de vuelta, el ciclo nunca se detiene.

Pero si haces lo que hizo Simón —crear un espacio que absorba, que transforme sin negarlo—, algo nuevo puede crecer.

Esto no es pasividad. Tampoco es resignación.
Es elegir con conciencia qué tipo de jardín quieres dentro de ti.

¿Y si la defensa no es un escudo, sino una alquimia?

Mira, a todos nos han herido. A veces más de lo que podemos decir en voz alta.

Y sí, claro que necesitas límites. No se trata de soportarlo todo. Se trata de elegir cómo responder sin convertirte en lo mismo que te hirió.

Porque si reaccionas igual, la herida te gobierna.
Pero si eliges con calma, la herida te enseña.

Entonces… ¿qué hacer con tus propias piedras?

Simón no era santo. También sintió rabia. También quiso lanzar algo de vuelta.

Pero respiraba. Y en ese respiro, recordaba que toda piedra podía ser semilla… si encontraba tierra fértil.

¿Y tú? ¿Qué harías si hoy te lanzaran una piedra?

Mejor aún:

  • ¿Qué harás con las piedras que ya tienes acumuladas?

  • ¿Las seguirás cargando?

  • ¿Las lanzarás de vuelta?

  • ¿O construirás una muralla que transforme, no que aísle?

Un ejercicio que podrías intentar (sí, ahora mismo)

  1. Escribe en un papel alguna crítica o frase dolorosa que hayas recibido.

  2. Léela en voz baja, y nota qué sientes.

  3. Ahora responde: ¿Qué parte de eso te dolió porque tocó algo que tú ya creías de ti?

  4. Imagina que esa frase se convierte en una piedra.

  5. Dibuja una flor que crece sobre ella. Ponle un nombre: “Confianza”, “Autoafirmación”, “Límite sano”… el que necesites.

  6. Déjala en tu escritorio. A veces, lo simbólico también sana.

Del Relato a la Resolución

Simón no necesitó grandes palabras para transformar su entorno. Bastó con una decisión silenciosa y constante: no devolver la piedra, dejar que la tierra hiciera lo suyo y confiar en que incluso lo más duro puede florecer si se le da el lugar.

Tal vez hoy tú también estás recibiendo piedras. Algunas vienen con nombre y apellido; otras, desde adentro. La invitación no es a negar lo que duele, sino a preguntarte con honestidad: ¿Qué quiero hacer con esto?
Porque puedes elegir. Puedes construir desde el dolor sin volverte piedra tú también.

Hoy puedes sembrar, transformar, y abrir espacio a algo distinto.

Y si este relato resonó contigo, o sientes que es tiempo de trabajar tu propio jardín interior, estaré encantado de acompañarte en ese proceso.

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Hasta la próxima entrega,

Coach Alexander Madrigal

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