domingo, 27 de julio de 2025

El pan que no subía: un relato sobre valor interior, propósito y ternura

Hombre mayor sentado frente a una mesa rústica con cuatro panes artesanales, observando con ternura el más pequeño. Imagen simbólica sobre el valor oculto y la sabiduría silenciosa.

Hay mañanas en las que el silencio de la cocina tiene un peso especial. No es solo el vapor suave del café o el tintinear tímido de una cuchara. Es otra cosa. Como si el aire estuviera lleno de algo sin decir. Esa fue una de esas mañanas.

Cuatro panes descansaban sobre una tabla de madera, cada uno con su propia historia, su propia forma. Tres de ellos habían crecido como se esperaba: dorados, redondos, con esas hendiduras perfectas que parecen haber sido dibujadas con compás. El cuarto… no tanto.

Más bajito. Más callado. Su corteza era menos brillante. Parecía encogido, como si supiera que no había cumplido las expectativas.

Y aquí empieza esta historia.

El pan pequeño que se sentía fuera de lugar

Él lo notó desde temprano. Mientras los otros se inflaban con orgullo bajo la tibieza del horno, él apenas se estiraba. No era cuestión de ingredientes—los tenía todos—ni de que el panadero se hubiera olvidado de él. Nada de eso.

Era simplemente… diferente.

Y claro, cuando uno es diferente, lo primero que suele hacer es compararse. Y compararse, como bien sabemos, es el camino más rápido al auto-rechazo. Ese pan pensó: “¿Qué hice mal? ¿Por qué no soy como ellos?”

No sabía que alguien lo estaba observando con ternura. Con paciencia. Y con una sonrisa.

La escena clásica del juicio: apariencia vs. esencia

Cuando los sacaron del horno, empezó el desfile de halagos. “¡Qué pan más hermoso!”, decían. “¡Miren esa corteza crujiente!” “¡Parece de revista!”
Y ahí estaba él. En una esquina de la tabla. Más callado que nunca.

Los otros panes lo miraban de reojo, sin malicia, pero con esa distancia que a veces se siente peor que una ofensa directa. Como si dijeran: “No lo logró.”

Pero entonces ocurrió algo inesperado.

El panadero, sin decir nada, tomó un cuchillo afilado y empezó a cortar cada uno.

Lo que el cuchillo reveló

El primero: hermoso por fuera… vacío por dentro.
El segundo: dorado, sí, pero seco como un desierto.
El tercero: buena textura… pero insípido.

Y finalmente, el pan pequeño.

El corte fue silencioso. El cuchillo entró con suavidad, y al abrirse… el aroma llenó toda la cocina. Ese tipo de olor que recuerda a casa, a infancia, a momentos en que uno se sentía cuidado sin tener que pedirlo.

El interior era húmedo, tierno, cálido. Suave como abrazo de abuela.

El panadero no dijo mucho. Solo algo sencillo, casi susurrando:

—“Lo que no se ve… suele ser lo más valioso.”

Y en ese momento, todo cambió.

¿Cuántas veces no te has sentido como ese pan?

Vamos a ser honestos.
¿Quién no ha sentido que se quedó corto, que no está a la altura, que su brillo no alcanza?
En redes sociales, en reuniones de trabajo, incluso entre amigos: nos miramos y pensamos “yo debería estar más allá”.

Y es que en una cultura que premia lo visible, lo rápido y lo medible, lo tierno, lo lento y lo profundo pasa desapercibido.

Pero aquí va la sorpresa: no necesitas subir más, ni brillar más, ni hablar más fuerte. A veces, tu mayor regalo está justo donde no lo estás viendo.

Porque no todos fuimos hechos para lucir; algunos fuimos hechos para nutrir

Esa es la clave.
Hay personas que no llegan a una sala para impresionar, sino para sostener.
No hacen ruido, pero te cambian la vida.
No tienen premios, pero te dan paz.

Y no, no salen en portadas, pero te alimentan cuando más lo necesitas.

Lo invisible que sostiene todo

¿Sabías que en muchas cocinas de panadería el pan más simple es el que más trabajo lleva?
Fermentaciones largas, reposo nocturno, paciencia extrema.
Y no siempre sale bonito.
Pero sale… real.

Esa verdad también aplica con personas. Algunas llevan años fermentando en silencio su ternura, su compasión, su sabiduría. No tienen forma "perfecta", pero están llenas de vida por dentro.

El pan que fue servido primero

El cuento no termina con el panadero elogiando al pan pequeño.

Termina con él partiéndolo y sirviéndolo en la mesa de una familia hambrienta.
Ellos no preguntaron por la forma, ni por la altura, ni por cuán dorado quedó.
Solo lo probaron. Y lloraron.

Y el pan, por primera vez, se sintió pleno.

Porque entendió que había sido hecho no para mostrar, sino para saciar. No para brillar, sino para abrazar con sabor.

¿Y tú? ¿Qué parte de ti no ha "subido"?

Tal vez estás pasando por una etapa en la que sientes que los demás avanzan, crecen, logran… y tú no.
Tal vez hay una parte de tu vida que se quedó estancada.
Una relación.
Un sueño.
Una vocación.

Pero ¿y si no está estancada, sino gestándose?
¿Y si tu ternura está madurando en silencio para alimentar a alguien más tarde?

No todos los procesos son visibles.
No todas las historias hacen ruido.

Y eso no las hace menos valiosas.

Del relato a la resolución

En ese pan que no subía descubrimos una gran verdad: el valor real no siempre se nota a simple vista. Lo profundo, lo suave, lo que nutre… suele crecer en silencio, lejos de la prisa y la apariencia.

Entonces, ¿qué parte de ti ha estado en silencio, esperando ser reconocida no por cómo luce, sino por lo que aporta? ¿Te has juzgado demasiado por no tener “la forma esperada”? ¿Y si ese “fracaso” es en realidad una forma distinta de cumplir tu propósito?

Recuerda: no todo lo que brilla alimenta… y no todo lo que alimenta brilla.

Y si este relato tocó algo en ti—si sientes que por mucho tiempo has sido ese pan callado, comparándote, dudando de tu valor—quiero decirte que no estás solo. Acompañar procesos de descubrimiento interior es parte de mi vocación. Estaré encantado de caminar contigo hacia esa versión tuya que no necesita parecer más… porque ya es suficiente para nutrir.

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domingo, 20 de julio de 2025

El Autobús que Nunca Llegaba: un relato reflexivo sobre rutinas que nos hacen sentir productivos, pero nos mantienen atrapados

Ilustración de una mujer pensativa en un autobús que recorre una ruta repetitiva, con un niño curioso a su lado y un camino alternativo al fondo.

Siempre en movimiento… pero, ¿hacia dónde?

Nora salía cada mañana a la misma hora. Puntual. Precisa. Con su café en termo reutilizable y su bolso de cuero marrón con una mancha vieja que jamás logró quitar. La parada estaba justo en la esquina, y el autobús pasaba, como siempre, con su letrero parpadeando: “PRÓXIMA PARADA: DESTINO”.

No era una línea real. Bueno, sí lo era… pero no como una que la llevara a algo nuevo. Ese autobús hacía una ruta circular, un loop, como decían algunos colegas jóvenes. Daba vueltas. Siempre las mismas. Y, curiosamente, todos actuaban como si de verdad se dirigieran a algún lugar.

Nora había trabajado en la misma oficina por casi doce años. Departamento de archivo, aunque ahora lo llamaban “gestión documental digitalizada”. Ella decía que eso solo era una forma elegante de describir cómo pasaba ocho horas desplazando archivos de un servidor a otro y respondiendo correos que ni siquiera necesitaban respuesta. Pero bueno, el sueldo llegaba a fin de mes, ¿no?

Una pregunta que rompió el bucle

Una mañana cualquiera —de esas que se parecen tanto entre sí que podrían intercambiarse sin que nadie lo notara— un niño subió con su mochila y un batido a medio terminar.

Se sentó al lado de Nora. Ella apenas alzó la vista. Hasta que escuchó:

—¿Tú sí sabes a dónde va este autobús o solo das vueltas como los grandes?

La pregunta le cayó como una piedra al pecho. No por el tono —era inocente, curioso—, sino por lo que implicaba. Como si alguien hubiera destapado un pensamiento que ella ni siquiera sabía que estaba escondiendo. ¿Y si el niño tenía razón?

Miró por la ventana. Mismo parque, misma panadería con el letrero “Café y pan caliente desde 1983”, misma esquina donde siempre se peleaban por el estacionamiento. Mismo todo.

Entonces cayó en cuenta: no importaba cuántas vueltas diera, el destino no existía si la ruta siempre era la misma.

El conductor que no respondía

Ese día Nora decidió preguntar. Al conductor, al sistema, al universo. Lo que sea. Esperó a que el autobús se detuviera unos segundos más de lo normal por un semáforo en rojo y se acercó.

—Disculpe... ¿hay alguna forma de bajarme en una parada que no sea la habitual? ¿Algo fuera del loop?

El conductor ni la miró. Apenas murmuró:
—Mantenga su asiento. Estamos en ruta.

Así, sin más. Como si estuviera programado. Como si formara parte del guión de una obra en la que todos fingían no darse cuenta de que no estaban yendo a ningún lado.

Y aquí viene lo extraño: casi nadie parecía notar el bucle. Algunos dormían. Otros iban pegados al teléfono, con los ojos vidriosos, desplazando imágenes de comida o memes con frases motivacionales como: “La vida es un viaje, no un destino”. Qué ironía.

Cuando el loop se detiene (por accidente)

Pasaron días, o semanas —la verdad, el tiempo empezó a sentirse como una masa blanda— hasta que un día el autobús se detuvo. Literalmente. Una falla mecánica. Nora casi se sintió agradecida. No por el accidente, claro, sino porque era su oportunidad.

Aprovechó el momento, bajó con su bolso y sus dudas, y se alejó del tumulto de quejas y llamadas a la empresa de transporte. Caminó. No mucho. Pero suficiente para salirse del radio del loop. Y allí, desde una colina cercana, pudo ver la ruta completa: un círculo. Perfecto. Cerrado. Sin escape.

Pero también vio algo más.

Un sendero polvoriento que se perdía entre los árboles. No tenía señalizaciones, ni asfalto, ni paradas. Nadie lo transitaba. Pero estaba ahí.

El primer paso no lleva a un lugar, lleva a un nuevo ritmo

Nora dudó. Pensó en su trabajo, en su rutina, en las cosas que siempre le dijeron que debía hacer: ser responsable, cumplir, no faltar, no arriesgar. Pero algo dentro le dijo: “Ya diste muchas vueltas. Ahora camina recto”.

Y así lo hizo. Con los zapatos que no eran para caminar y sin una botella de agua. A cada paso, sentía que el mundo recuperaba colores. Como si hubiese estado viendo todo en escala de grises.

Sacó su libreta, esa que usaba solo para anotar listas del supermercado, y escribió:

“Hoy no llegué a destino. Pero por primera vez, estoy yendo hacia uno.”

¿Y tú? ¿Sigues dando vueltas o ya bajaste?

Podría parecer una historia exagerada. Pero, seamos sinceros, ¿cuántos de nosotros vivimos atrapados en loops personales que repetimos como si fueran leyes inquebrantables?

  • Esa relación que ya no construye, pero tampoco termina.

  • Ese trabajo que pagas con tu energía vital, pero que no te permite crecer.

  • Ese hábito que parece inofensivo, pero te aleja cada vez más de tus sueños.

Y lo más curioso es que nos movemos. Todo el tiempo. De reunión en reunión. De lunes a viernes. De tarea en tarea. Pero sin avanzar. Como si la acción se hubiese disfrazado de evolución.

Salirse del loop no es una huida, es un acto de presencia

Salir del bucle no significa dejarlo todo o volverse temerario. Significa, simplemente, preguntarse si lo que estás haciendo te está acercando a la vida que realmente quieres. Significa hacer pausas, observar, redefinir, tal vez fallar… pero sentirte vivo en el proceso.

Hay personas que pasarán años, décadas incluso, sin hacerse esa pregunta. Y hay otras —quizá tú— que están empezando a intuir que el autobús no llegará nunca si no hay una decisión diferente.

Entonces, la verdadera pregunta no es si el destino existe.
Es si estás dispuesto a dejar de dar vueltas para empezar a caminar hacia él.

Del relato a la resolución

A veces confundimos el movimiento con el propósito. Pero dar vueltas no es lo mismo que avanzar. Como Nora, todos podemos despertar en algún punto del camino y darnos cuenta de que ese autobús —sea una rutina, un trabajo, una relación o una forma de pensar— no nos está llevando a donde soñábamos.

¿Qué parte de tu vida se siente como un loop?
¿Estás esperando una parada que no llega, o estás listo para bajarte y comenzar un nuevo rumbo?

No necesitas saber exactamente a dónde ir. Solo necesitas reconocer que puedes elegir otra dirección. La vida no es el autobús. Eres tú quien lo conduce.

Y si este relato resonó contigo, o sientes que es tiempo de salir del bucle y tomar el volante de tu propio camino, estaré encantado de acompañarte en ese proceso. Hay rutas nuevas esperándote, y a veces solo hace falta alguien que camine contigo los primeros pasos.

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domingo, 13 de julio de 2025

Las Piedras que Vuelven

Joven detrás de un muro de piedra donde florecen flores, símbolo de paz y transformación interior.
Un cuento sobre límites, heridas… y la magia de no reaccionar igual

¿Y si no todas las piedras que te lanzan están ahí para destruirte?

En un rincón olvidado del valle, donde el viento hablaba más que la gente, vivía un joven alfarero llamado Simón. No era famoso ni pretendía serlo. Lo suyo era más bien observar en silencio, moldear barro con ternura y tratar de no molestar a nadie.

Pero como suele pasar, su quietud molestaba más que cualquier grito.

La gente del valle, a veces sin saber por qué, se dedicaba a lanzar piedras. No por maldad, al menos no siempre. Algunas piedras venían cargadas de frustración, otras de celos, otras simplemente eran copias de piedras que otros ya habían lanzado antes. Simón no entendía por qué lo elegían a él, pero tampoco se quejaba.

Eso sí: no devolvía ninguna.

Una muralla como ninguna otra

Mientras otros construían muros de rabia, con gritos incrustados entre las rocas, Simón hizo algo distinto. Levantó una muralla, sí. Pero no era una cualquiera.
La suya no tenía púas ni rebotaba las piedras con violencia. Era una especie de manto firme, silencioso, que absorbía los impactos. Y lo más curioso… era lo que pasaba después.

A las pocas semanas, en la tierra frente a su muralla comenzaron a brotar flores. Pequeñas, tímidas al principio. Luego más altas, más coloridas. Algunas llevaban nombres: “Aceptación”, “Aprendizaje”, “Silencio fértil”. Otras ni nombre tenían, pero al verlas uno sentía algo. Paz, quizás. O una pregunta sin responder.

La gente, confundida, miraba esas flores como si fueran un truco. “¿Qué clase de magia es esta?”, murmuraban.

El eco de lo que no se devuelve

Una tarde, uno de los vecinos más agresivos del valle, Tomás, lanzó una piedra más grande que nunca. Venía con rabia acumulada, una mezcla de decepciones y heridas que ni él mismo se había permitido mirar de frente. La piedra golpeó la muralla… y desapareció.

No se oyó estruendo. No hubo grieta. Solo silencio.

Unos días después, justo en el lugar donde había caído la piedra, floreció algo distinto. Una planta robusta, con espinas, pero con un perfume indescriptible. Tomás se acercó, sin entender, y Simón lo estaba esperando.

—¿Tú hiciste esto? —preguntó Tomás, más asombrado que enfadado.

—No la devolví —respondió Simón, simplemente—. Y cuando no devuelves la piedra, a veces, la tierra la transforma.

¿Defenderme o transformar?

Ahora, haz una pausa. Porque sí, esto es un cuento... pero también es una pregunta.

¿Cuántas veces has sentido que te lanzan piedras?

Pueden venir de todas partes:

  • Críticas disfrazadas de consejos

  • Miradas que juzgan en silencio

  • Palabras que perforan más que gritos

  • O esa voz interna, a veces la más cruel, que te dice que no eres suficiente

Y claro, lo primero que queremos hacer es devolverlas. Defendernos. Gritar más fuerte. Mostrar que no somos débiles. Que no nos duele.
Pero… ¿realmente no duele?

¿Y si, en vez de devolver la piedra, la dejas tocar tu muralla interior… y esperas?

No para reprimir, sino para procesar. Como hace la tierra con el abono: lo oscuro se convierte en raíz, lo podrido en flor.

Las semillas invisibles del conflicto

La mayoría de las personas no sabe qué hacer con lo que siente. Así que lo lanzan. A veces con rabia, a veces con sarcasmo, a veces con esa ironía cortante que disfraza la inseguridad.

Y si tú recoges esa piedra y la lanzas de vuelta, el ciclo nunca se detiene.

Pero si haces lo que hizo Simón —crear un espacio que absorba, que transforme sin negarlo—, algo nuevo puede crecer.

Esto no es pasividad. Tampoco es resignación.
Es elegir con conciencia qué tipo de jardín quieres dentro de ti.

¿Y si la defensa no es un escudo, sino una alquimia?

Mira, a todos nos han herido. A veces más de lo que podemos decir en voz alta.

Y sí, claro que necesitas límites. No se trata de soportarlo todo. Se trata de elegir cómo responder sin convertirte en lo mismo que te hirió.

Porque si reaccionas igual, la herida te gobierna.
Pero si eliges con calma, la herida te enseña.

Entonces… ¿qué hacer con tus propias piedras?

Simón no era santo. También sintió rabia. También quiso lanzar algo de vuelta.

Pero respiraba. Y en ese respiro, recordaba que toda piedra podía ser semilla… si encontraba tierra fértil.

¿Y tú? ¿Qué harías si hoy te lanzaran una piedra?

Mejor aún:

  • ¿Qué harás con las piedras que ya tienes acumuladas?

  • ¿Las seguirás cargando?

  • ¿Las lanzarás de vuelta?

  • ¿O construirás una muralla que transforme, no que aísle?

Un ejercicio que podrías intentar (sí, ahora mismo)

  1. Escribe en un papel alguna crítica o frase dolorosa que hayas recibido.

  2. Léela en voz baja, y nota qué sientes.

  3. Ahora responde: ¿Qué parte de eso te dolió porque tocó algo que tú ya creías de ti?

  4. Imagina que esa frase se convierte en una piedra.

  5. Dibuja una flor que crece sobre ella. Ponle un nombre: “Confianza”, “Autoafirmación”, “Límite sano”… el que necesites.

  6. Déjala en tu escritorio. A veces, lo simbólico también sana.

Del Relato a la Resolución

Simón no necesitó grandes palabras para transformar su entorno. Bastó con una decisión silenciosa y constante: no devolver la piedra, dejar que la tierra hiciera lo suyo y confiar en que incluso lo más duro puede florecer si se le da el lugar.

Tal vez hoy tú también estás recibiendo piedras. Algunas vienen con nombre y apellido; otras, desde adentro. La invitación no es a negar lo que duele, sino a preguntarte con honestidad: ¿Qué quiero hacer con esto?
Porque puedes elegir. Puedes construir desde el dolor sin volverte piedra tú también.

Hoy puedes sembrar, transformar, y abrir espacio a algo distinto.

Y si este relato resonó contigo, o sientes que es tiempo de trabajar tu propio jardín interior, estaré encantado de acompañarte en ese proceso.

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domingo, 6 de julio de 2025

Los pasos que curan

Hombre caminando entre bosque y niebla como metáfora del viaje interior

Caminatas que no buscan destino, sino sentido

No fue una decisión racional. Tampoco fue una meta. Simplemente un impulso. De esos que llegan calladitos, sin escándalo, pero se sienten como un susurro firme en el pecho. Ese día, sin saber por qué, se puso los zapatos más cómodos que tenía —viejos, sucios, fieles— y salió a caminar.

No había música. No había ruta. Solo un río que bordeaba el parque, un sendero embarrado de tanto olvido, y una mezcla rara de niebla y sol que lo envolvía como si el mundo entero estuviera dudando entre mostrarse o esconderse.
Como él, pensó. Como yo.

Lo que el cuerpo no dice con palabras

Llevaba meses —¿o años?— sintiéndose desconectado. Como si viviera en un cuerpo ajeno, mecánico, siempre agotado aunque durmiera. Se tomaba vitaminas, iba a terapia, incluso meditaba de vez en cuando, pero había algo que no cuadraba. Como si su piel no le quedara bien.
Y sin embargo, al dar ese primer paso, algo se removió. Como cuando mueves una alfombra vieja y sale una nube de polvo que ni sabías que estaba ahí.

La caminata fue lenta al principio. No por flojera. Más bien por respeto. Como si sus piernas necesitaran aprender a confiar de nuevo en que podían llevarlo a un lugar distinto al sofá.

Pasó junto a un árbol con la corteza rajada —y, de la nada, recordó una caída en bicicleta cuando tenía nueve años. La rodilla pelada. El llanto con orgullo herido. Su mamá limpiando la herida sin palabras, pero con ternura.
No supo por qué ese recuerdo emergió. Solo que le dejó un nudo en la garganta y una tibieza en el pecho.

Cuando los pies te llevan donde la cabeza no puede

Hay una teoría —muy popular entre fisioterapeutas y neuropsicólogos— que dice que el cuerpo guarda memoria emocional. Que los músculos, los órganos, incluso la postura, registran experiencias que la mente no procesa del todo.
¿Será por eso que caminar se sentía como remover el sótano del alma?

Cada paso parecía liberar un fragmento olvidado. La risa con su primer amor. El silencio incómodo en una despedida que nunca quiso. Las veces que caminó a casa sin saber cómo decir que no podía más.
Todo eso, entre pasos y respiraciones entrecortadas, iba saliendo sin pedir permiso. Sin lógica. Sin calendario.

Y entonces pasó algo inesperado. Se detuvo.

No porque estuviera cansado. Al contrario. Se detuvo porque sintió… algo. Una especie de presencia. Como si el bosque también estuviera respirando. Como si los árboles le dijeran: “te estábamos esperando”.

¿Suena cursi? Quizá. Pero cuando has estado tan desconectado que hasta el silencio te resulta hostil, cualquier gesto de la vida se siente como un milagro.

El umbral: cuando la niebla se vuelve maestra

La caminata lo llevó hacia una zona más densa, donde la niebla cubría casi todo. Apenas veía a unos metros. No sabía si seguir era seguro o sensato.
Pero algo dentro —una mezcla de valentía y hartazgo— le empujó hacia adelante.

Fue en ese tramo donde las lágrimas salieron sin aviso. No eran dramáticas ni desesperadas. Más bien eran suaves, como esas lluvias que no mojan de golpe, pero lo empapan todo.
Lloró por lo que había callado. Por lo que había perdido. Por lo que no había sabido defender.
Y por fin, por lo que seguía teniendo: su cuerpo. Su aliento. Sus pasos.

—Gracias —murmuró. No supo a quién se lo decía. Tal vez a sus piernas. Tal vez al río. Tal vez a ese pedacito de vida que se había despertado.

Volver no es regresar igual

Al cabo de un rato, dio media vuelta y volvió por el mismo camino. Pero todo se sentía distinto. La luz había cambiado. Sus hombros estaban menos tensos. Incluso su respiración parecía nueva.

Cuando llegó a casa, no encendió la televisión. Ni abrió el celular.
Se sentó en el piso. Se estiró como un gato lento y viejo. Bebió agua. Y se permitió, por primera vez en mucho tiempo, no hacer nada.

Esa noche durmió profundamente.
Y al día siguiente, caminó de nuevo.

Lo que quizá también te pasa (aunque no lo digas)

Mira, hablemos claro. Vivimos en un ritmo tan raro que movernos dejó de ser algo natural. Nos sentamos todo el día. Fingimos estar bien. Ignoramos dolores porque “hay que cumplir”.

Pero el cuerpo, ese sabio que no tiene voz, termina gritando con insomnios, contracturas, colon irritable, ansiedad flotante…
Y no, no todo se resuelve con pastillas o respiraciones profundas en una app. A veces, lo único que necesitas es salir a caminar sin propósito. Dejar que tus pies vayan por ti. Que el aire limpie un poco. Que el cuerpo hable.

Porque el cuerpo guarda. Pero también suelta.
Y moverse puede ser el ritual que te devuelva al centro.

¿Y si das tu primer paso?

Te invito a hacer algo hoy:

  • No como rutina de ejercicio.

  • No como plan de productividad.

  • Solo como un gesto de reconexión.

Camina sin auriculares. Sin destino. Escucha cómo pisas. Mira los árboles. Agradece tus rodillas aunque crujan.
Hazlo unos minutos. Tal vez no pase nada. O tal vez pase todo.

Del relato a la Resolución

A veces, las grandes revoluciones no comienzan con ideas, sino con pasos.
Pequeños. Torpes. Pero firmes.

¿Cuándo fue la última vez que caminaste para sentirte mejor, no para llegar a un lugar?
Quizá tu cuerpo también está esperando que salgas a buscarte.
No con prisa. No con culpa.
Solo con honestidad.

¿Quieres trabajar esto en sesión personal?

Si sientes que tu cuerpo guarda más de lo que puedes procesar solo, podemos caminar juntos este tramo.
Desde la compasión, la escucha y un acompañamiento real.

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Hasta la próxima entrega,

Coach Alexander Madrigal

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