Tres golpes de polvo.
Un armario que cruje.
Y una foto que no debería doler… pero duele.
Alandor no estaba buscando nada. Eso es lo curioso. O quizá sí, solo que todavía no tenía la valentía de llamarlo por su nombre. Hay días así: te levantas bien, haces lo tuyo, y aun así sientes un tirón por dentro, como si una parte tuya estuviera tocando la puerta desde el otro lado.
Una caja vieja y una pregunta que no se calla
El armario del pasillo siempre fue un territorio extraño. Ahí viven manteles que nadie usa, carpetas sin orden, y esa caja de zapatos que parece no pertenecer a ninguna época. Alandor la encontró porque movió una pila de cosas “para organizar” (esa mentira piadosa que uno se dice cuando en realidad quiere distraerse).
La caja tenía el olor de los años guardados: cartón reseco, papel envejecido, un eco de colonia antigua que se quedó atrapado quién sabe cuándo. Dentro había fotos sueltas, sobres, algunas cartas sin abrir. Un pequeño museo familiar sin guía turística.
Y entonces apareció la imagen.
Una muchacha de dieciocho años.
Cabello oscuro, rizado, suelto como si el viento todavía mandara. La mirada limpia, pero no ingenua. Había algo firme en ella, algo que no era pose, más bien una calma de origen… una luz benévola que no se anuncia, solo está.
Alandor sintió una cosa rara: reconocimiento y extrañeza al mismo tiempo. Como cuando escuchas una canción vieja y te sorprende que todavía sepa tu nombre.
Miró el reverso. Fecha. Nada más.
Hizo cuentas. Lentas. Precisas.
Dieciocho años después de esa foto… nacería él.
Y no solo nacería: sería el último hijo.
Se quedó quieto. De verdad quieto.
Porque una cosa es saber que tu madre fue joven. Eso es obvio, ¿no? Pero otra cosa es verla allí, con dieciocho, en el borde de la vida, cuando todo era posibilidad. Y entender, con una punzada suave: yo todavía no existía… y aun así, ya venía en camino, escondido en el tiempo.
Ver a la madre antes del peso, antes del cansancio
Alandor acercó la foto a la ventana. La luz de la tarde se deslizó por el papel. El brillo hizo que los ojos de la muchacha parecieran moverse un poco. No se movían, claro. Pero ya sabes cómo es: cuando algo te toca, tu mente empieza a completar lo que falta.
Pensó en su madre hoy, en la mujer que conoce de memoria: los gestos, el tono cuando está cansada, el silencio cuando algo la hiere y prefiere no pelear. Pensó en las discusiones tontas, en las preocupaciones de siempre. Y luego volvió a la foto.
Dieciocho años.
A esa edad, Alandor había creído que el mundo era grande y simple. Después descubrió que era grande y complicado. Y, honestamente, a veces todavía no sabía cuál de las dos versiones era peor.
Miró otra vez a la muchacha y pensó algo incómodo: yo he tratado a mi madre como si siempre hubiese sido madre. Como si hubiera nacido preparada. Como si el miedo nunca la hubiera tocado.
Y no. Ahí estaba ella. Antes de todo.
Antes de los horarios.
Antes de las cuentas.
Antes de los sacrificios que no se cuentan porque “así es la vida”.
Esa muchacha —Luzbenina— era una promesa de bondad, sí, pero también una promesa de aprendizaje. Dieciocho años de vida por delante. Dieciocho años para volverse la mujer que, al final, daría a luz al cierre de su ciclo: Alandor.
¿Y si ese era el verdadero misterio? No el hecho de nacer, sino el hecho de que alguien camine tanto antes de traerte al mundo.
El árbol del parque y el silencio que ordena
Alandor guardó la foto en el bolsillo como quien guarda una llave. Salió. Necesitaba aire. Cuando no sabes qué hacer con una emoción, el cuerpo suele pedir movimiento.
El parque estaba a medio ritmo. Un perro, hojas secas, niños lejos, el zumbido de la ciudad como un rumor al fondo. Alandor se sentó bajo un árbol grande, de corteza marcada, como si la vida le hubiera escrito encima con paciencia.
Y ahí, sin espectáculo, llegó el silencio.
No un silencio vacío. Uno que acomoda cosas.
Pensó: Dieciocho años. Repitió el número como si masticara una semilla. Dieciocho años desde esa foto hasta su nacimiento. Dieciocho años en los que Luzbenina vivió, eligió, perdió, ganó, se equivocó, se levantó. Dieciocho años en los que la muchacha de la foto se convirtió en madre… y luego siguió siendo madre… hasta que, dieciocho años después, nació el último.
Alandor respiró hondo. Sintió el pecho apretado, pero no era tristeza. Era otra cosa: una mezcla de respeto y ternura que no sabía dónde guardar.
Como si por fin entendiera que él no era el inicio de su historia.
Era una manifestación tardía. Un punto de llegada.
La cocina, el pan y lo que no se dice
Volvió a casa. La encontró en la cocina cortando pan. La escena más normal del mundo, y por eso mismo la más importante. Porque, al final, la vida se juega en lugares así: una tabla de madera, un cuchillo, migas, una ventana.
El olor del pan llenaba el aire.
—Huele bien —dijo Alandor, casi como si se lo dijera a sí mismo.
Ella sonrió con esa sonrisa que no hace ruido, pero abriga.
Alandor se quedó ahí. Sirvió agua. Acomodó platos. Hizo un par de cosas pequeñas y útiles. No por quedar bien. Por estar.
Vio las manos de su madre. No eran las manos de la foto. Eran manos que habían sostenido años. Manos con historia. Manos que, aun así, seguían ofreciendo pan.
Y en esa simpleza sintió algo parecido a lo sagrado: esto también es amor; esto también es presencia.
Un “no” necesario para poder decir “sí”
El teléfono vibró. Un mensaje cualquiera. La tentación de siempre: mirar, contestar, salir de la escena.
Alandor lo puso boca abajo. Fue un “no” pequeño, pero claro. Como quien protege una chispa del viento.
—Hoy encontré una foto tuya —dijo—. Tenías dieciocho.
Ella se detuvo un segundo, apenas.
—Dieciocho… —repitió, y en su voz hubo una mezcla de risa y distancia—. Éramos casi niños, ¿verdad?
Alandor sintió que ahí había una puerta. Y, por una vez, no quiso pasar corriendo. Quiso entrar despacio.
La mesa como puente entre dos tiempos
Se sentaron a comer. Pan tostado, mantequilla derritiéndose, la jarra de agua fría. El atardecer pintaba la cocina de naranja suave, ese color que parece decir: “no todo es luz, no todo es sombra; hay un punto medio”.
Alandor no soltó un discurso. No era necesario. Preguntó lo que le nacía:
—¿Cómo eras tú… antes? Antes de todo esto. Antes de nosotros.
Su madre —Luzbenina— miró la mesa, como si en la veta de la madera se pudiera leer el pasado.
—Tenía planes —dijo—. Y tenía miedo. Mucho miedo. Qué cosa, ¿no? Uno cree que a los dieciocho sabe… y la verdad es que apenas está empezando.
Habló de sueños, de una decisión difícil, de una ilusión que no salió como quería. Habló de noches sin dormir por razones que no eran bebés aún, sino preguntas. Habló de cómo la vida la fue volviendo más fuerte y más tierna a la vez (sí, suena contradictorio, pero así es).
Y en algún punto, sin decirlo como “revelación”, se entendió: dieciocho años después, ya no era solo una muchacha con planes. Era una mujer lista para cerrar un ciclo de maternidad con el nacimiento de su último hijo.
Alandor la escuchó como si nunca la hubiera escuchado. Y quizá era cierto.
El hábito que sostiene lo que el corazón descubre
Los días siguientes no fueron película. Fueron vida real.
Alandor intentó hacer cambios pequeños:
-
Llamarla sin prisa una vez a la semana.
-
Preguntar por una historia antigua, solo una.
-
Ayudar en la cocina sin que se lo pidieran (no siempre, pero más).
A veces se le olvidaba. A veces volvía al tono seco. A veces la rutina lo tragaba. Pero algo ya estaba en marcha, y eso no retrocede tan fácil.
La gratitud empezó a aparecer sin esfuerzo. Luego el perdón. Y, con el tiempo, una confianza tranquila: la sensación de que el vínculo podía respirar.
El círculo se cierra donde siempre: en lo simple
Una noche, Alandor sacó la foto y la puso sobre la mesa.
—Me cuesta creer —dijo— que dieciocho años después de esto… nací yo. Y que fui el último.
Su madre se quedó mirando la imagen. No habló enseguida. Sus ojos dijeron lo que la boca no alcanzaba.
—La vida es… rara —murmuró al fin—. Rara y bonita.
Alandor asintió. Sí. Rara y bonita.
La foto terminó en un marco sencillo, en la repisa de la cocina. Cerca del frutero, de la sal, del pan. Como si el origen quisiera quedarse ahí, donde todo ocurre.
Y cada mañana, cuando la luz entra por la ventana y toca el rostro joven de dieciocho años, Alandor recuerda algo que antes no sabía:
Hay personas que nacen para abrir historias.
Y hay otras que nacen para cerrarlas con sentido.
Del Relato a la Resolución
Alandor no encontró una “respuesta” en una caja de fotos. Encontró perspectiva. Al ver a Luzbenina con dieciocho años, entendió que el amor no aparece listo: se construye con tiempo, con límites, con ternura, con errores. Y comprender que él nació dieciocho años después, como el último hijo, le dio una idea silenciosa pero firme: su vida también forma parte de un ciclo completo, no de un accidente.
Si quieres aplicar esto en tu propia vida, prueba algo muy concreto: busca una foto antigua de alguien importante para ti —padre, madre, abuela, una persona que te haya criado— de cuando tenía tu edad o menos. Mírala de verdad. Luego haz una sola cosa: una pregunta que nunca hiciste (“¿qué soñabas entonces?”), o un gesto sencillo que diga “te veo” (una llamada sin multitarea, una comida compartida sin prisa). No requiere grandes discursos; requiere presencia.
Este mismo aprendizaje sirve en otros lugares: en tu pareja, en tus amistades, incluso en tu trabajo. Recordar que la gente trae un “antes” te vuelve más humano, más justo, más capaz de construir relaciones que no se rompen por tonterías. Cuando miras así, el día a día deja de ser puro trámite y se vuelve terreno fértil.
Y si sientes que tu propia historia tiene ciclos que quieres entender mejor —inicios que te marcaron, cierres que te cuestan, transiciones que te inquietan— quizá sea el momento de recorrerlo con una guía cercana, una travesía guiada, una ruta consciente. No para inventar una vida perfecta, sino para conversar con claridad, con metas humanas, y con espacio para lo esencial.
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Coach Alexander Madrigal
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