El taller y el latido del barro
El taller olía a tierra húmeda y a café recién hecho. El torno esperaba en silencio y, al fondo, el horno descansaba como un guardián del fuego. Gael llegó temprano, con los ojos llenos de ilusión. El maestro Baruj lo miraba desde un rincón, sin interrumpir, dejando que el muchacho aprendiera con sus manos.
Manos que aprenden a escuchar
La arcilla se dejó tocar. Gael no peleó con ella; la fue llevando. Respira, humedece, suaviza. Como una conversación sin prisa: dices algo, escuchas, respondes. La pieza creció con un borde tímido y un vientre redondeado. No perfecta —honestamente, nada lo es— pero con una dignidad simple. Baruj, a unos pasos, observaba la espalda del muchacho; ahí se nota si uno empuja desde el orgullo o desde la calma.
Dejó reposar la vasija, porque toda forma recién nacida necesita una pausa. Luego la acercó al horno, con el corazón corriendo un poco. Quería que el fuego hiciera su parte. Quería que el sueño se volviera sólido.
El ruido que corta el aire
El “crac” fue seco. No hubo drama de película, solo un golpe breve que bastó para vaciarle el pecho. Gael se quedó quieto, como si la inmovilidad pudiera deshacer el sonido. Miró al horno con enojo, al suelo con vergüenza, a sus manos con una culpa que no sirve para nada.
Baruj abrió con cuidado y colocó los fragmentos sobre la mesa. No tocó el hombro de Gael ni soltó frases de póster. Hubo silencio. Después dijo:
—El fuego no destruye. Muestra.
—¿Y qué mostró hoy? —preguntó Gael, algo áspero.
—Que tu prisa pesó más que tu paciencia. Y que la pieza era bonita, pero todavía frágil.
La verdad, duele. Pero aclara.
Café, pausa y una idea sencilla
Se sentaron un momento. Baruj sirvió café y habló sin palabrejas: toda vasija fuerte fue, antes, una suma de intentos. El barro pide cuidado; las cosas importantes piden tiempo. Presionar de más o querer “llegar ya” abre grietas. “¿Sabes qué?”, pensó Gael, “quería un atajo”. A veces no queremos aprender; queremos terminar.
—No eres menos aprendiz porque se rompió —añadió el maestro—. Eres más aprendiz porque estás mirando la grieta y no huyes.
Aquí está el asunto: la madurez no consiste en que no pase nada malo, sino en quedarnos presentes cuando pasa.
Segundo intento: menos ego, más oído
Baruj le pasó un nuevo trozo de barro. Gael lo tomó distinto. No como bandera, sino como oportunidad. Las manos bajaron el volumen. Menos fuerza, más escucha. La pieza respondió. Donde antes apretaba, ahora sostenía; donde antes corría, ahora respiraba. Hay trabajos que lo piden todo así: proyectos, conversaciones difíciles, el cuidado de uno mismo. No todo es “pisar el acelerador”; hay tramos que se ganan con ritmo constante.
La vasija encontró su forma con serenidad. Una ligera asimetría, casi un guiño. Gael la dejó en reposo, sin ansiedad. Aprendió a esperar sin tragar fuego. Y la llevó al horno con una confianza más realista: “pase lo que pase, sigo”.
La espera que ordena por dentro
Esperar puede ser un tormento… o una práctica. Gael eligió lo segundo. Ordenó su mesa, limpió herramientas, acomodó estantes. La mente también se despeja cuando ponemos la casa en orden, ya sabes. La ansiedad, en vez de morderle la nuca, se transformó en cuidado. Hizo algo sencillo: ocupar las manos para que el corazón respire.
Al abrir el horno, no sonó nada. Ese silencio hermoso que dice: “todo bien”.
Imperfecta, fuerte y… lista
La vasija estaba entera. Tenía pequeñas marcas, huellas de un camino que no se oculta. Era hermosa de ese modo honesto que no presume. Gael la sostuvo con una ternura rara, la ternura que nace cuando pasaste por la pérdida y no te fuiste.
—Ahora sí —sonrió Baruj—. Disfrútala, pero no te quedes pegado al resultado. Enamórate del proceso.
Esa frase, tan repetida, cobró sentido real: amar el proceso no es consigna; es entrenamiento diario. Como un equipo que aprende a priorizar, el músico que repite escalas o el padre que vuelve a escuchar aunque llegue cansado.
Lo que las grietas cuentan sobre la vida, el trabajo y el amor
Puede sonar exagerado, pero el torno enseña más allá del taller. Un equipo se “quiebra” si subimos la temperatura del cambio sin preparar a las personas. Un proyecto fracasa si la expectativa ignora el tiempo que las cosas necesitan. Una relación se fisura cuando manda la prisa y la escucha se queda fuera.
Cuando hay cuidado, ritmo y conversación honesta, las piezas resisten. En términos prácticos: planificar con márgenes, revisar sin culpas, iterar con humildad. Nada de recetas mágicas; hábitos que vuelven fuerte lo que importa.
Una contradicción (para ser justos)
Gael sintió que esa segunda vasija “lo convertía” en alfarero. Baruj negó, suave:
—Una pieza no te define. Tu fidelidad al oficio, sí. Hoy hiciste una vasija. Mañana harás otra. Un día tus manos pensarán con el barro sin que te des cuenta.
Parecía quitarle mérito, pero no. Se lo estaba devolviendo al lugar correcto: no en la euforia de un logro, sino en el compromiso de seguir aprendiendo.
Lo que no se tira
¿Y los pedazos de la primera vasija? Baruj los guardó en una caja. No para esconderlos, sino para tenerlos presentes. No era una ceremonia rara; era gratitud. Con tanta prisa por “superar”, solemos borrar el rastro de lo vivido. Pero esas marcas, bien miradas, se vuelven brújula. Donde se abrió la grieta suele haber una pista de cuidado.
Un detalle cotidiano que cambia el tono
Esa tarde, el sol se coló por la ventana y encendió la vasija por dentro. No fue un milagro; fue la luz de siempre en el ángulo correcto. Así pasa con muchas cosas: el mismo día, la misma persona, el mismo trabajo… y un pequeño giro de mirada lo ilumina todo. No hay grandilocuencia ahí, solo presencia. Y presencia, vaya que cuesta.
Lo que te llevas del taller (aunque nunca toques arcilla)
No necesitas barro para entenderlo. Tal vez estás “cocinando” un proyecto que te importa, una conversación pendiente, un hábito. Quizá llevas tiempo exigiéndote resultados a la velocidad del deseo y no a la de la vida. Y sí, hay un tramo que solo haces tú. Pero también hay una parte que hace el tiempo, el calor, la constancia. Como en el taller: tú preparas, cuidas, esperas; el fuego, con su misterio, fortalece.
Y si te pasó como a Gael, si escuchaste un “crac” y te quedaste mirando los pedazos, no te engañes: ahí también hay camino. A veces el comienzo verdadero está justo donde pensabas rendirte.
Del Relato a la Resolución
La primera vasija rota no fue el final de Gael; fue su punto de verdad. Aprendió que el fuego no es enemigo, es espejo. Que las grietas no lo nombran, lo orientan. Y que la pieza que vale no siempre es la más bonita, sino la que está lista para servir.
Ahora te toca a ti: ¿qué parte de tu vida está “en el horno” y pide menos prisa y más cuidado? Quizá hoy el movimiento no sea “hacer más”, sino “escuchar mejor”. Quizá el cambio no esté en una gran decisión, sino en un gesto pequeño repetido con cariño.
Si sientes que te vendría bien una mirada acompañada para trabajar tu propio “barro” —tu proyecto, tu relación, tu liderazgo, tu equilibrio emocional—, cuenta conmigo. El coaching puede ser ese espacio donde la espera se vuelve método y la constancia, carácter. Lo hacemos a tu ritmo, con objetivos claros y humanidad.
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Hasta la próxima entrega,
Coach Alexander Madrigal
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