domingo, 21 de septiembre de 2025

Cuando la educación no marcha: un relato sobre el impulso personal

El sol de la tarde caía como una sábana tibia sobre la autopista. Noa avanzaba despacio, atrapada en un embotellamiento que parecía hecho a pulso. Entre espejos y bocinas vio algo que le cortó la respiración: dos buses escolares amarillos, esos que normalmente desparraman risas y mochilas, iban… remolcados. Uno sobre la plataforma de una grúa; el otro enganchado, dócil, vencido por una avería que nadie en la fila de autos podía ver. La escena le tocó una fibra insospechada. ¿Qué pasa cuando lo que nació para moverse se queda quieto? ¿Qué ocurre cuando la educación —que debería ser motor— no marcha?

Noa pensó en su propio nombre, breve y sonoro como una palmada. En hebreo, Noa significa “movimiento”. Ironías de la vida: se sentía estancada. Llevaba semanas repitiendo la misma rutina, como un disco que se niega a cambiar de pista. “Honestamente, me quedé sin chispa”, se dijo en voz baja, con la ventana apenas entreabierta para que entrara el olor a asfalto y hojas calientes. Y sí, lo admitió sin muchas vueltas: hacía rato que su curiosidad dormía la siesta.

El chispazo en la autopista

La fila avanzó un poco, lo justo para que Noa se emparejara con el bus de atrás. Vio el letrero “SCHOOL BUS” cubierto de polvo, las luces apagadas, la puerta trasera asegurada con una cinta. Todo en orden, pero sin vida. ¿Sabes qué? Parecía un cuerpo descansando con los ojos abiertos. Y esa sensación, rara, le reflejó con precisión lo que venía posponiendo: aprender algo nuevo, retomar ese libro subrayado hasta la mitad, anotar preguntas en lugar de aceptar respuestas prestadas.

Aquí está el asunto —pensó—: educarse no es solo acumular datos. Es moverse. Afinar el oído para escuchar lo que todavía no entiende, cambiar de carril cuando el de siempre se satura, admitir que la mente también necesita taller.

Talleres del alma (o cómo se apaga un motor)

Noa recordó una lista de “pendientes educativos” que había escrito en enero. Ahí estaba, con tinta azul: terminar un curso de ilustración, asistir a un club de lectura, practicar guitarra treinta minutos al día. Nada imposible. Sin embargo, el papel había terminado bajo un imán en la nevera, detrás de postales y recetas. La vida tiene maneras muy elegantes de distraernos: cuentas, prisa, mensajes que exigen respuesta urgente, series que prometen otro capítulo y luego otro más. Y el motor se apaga sin hacer ruido.

Déjame explicarte lo que Noa entendió en ese tramo de autopista: un bus no deja de marchar por capricho. La falta de mantenimiento es silenciosa. Primero un sonido mínimo, luego un desgaste pequeño, después una lucecita que se enciende en el tablero. Si nadie la atiende, el viaje se detiene. Con la mente pasa igual. Se seca la curiosidad. Se oxidan los hábitos. Se olvidan las preguntas.

La pereza con traje elegante

Noa se sorprendió pensando en la pereza, pero no en su versión despeinada, sino en su versión de corbata: esa que se disfraza de “no tengo tiempo”, “más tarde lo veo”, “ahora no es prioridad”. Esa pereza habla bien, sabe usar calendarios y listas, pero empuja todo hacia mañana. Y, ya sabes, mañana es un territorio movedizo: nunca llega del todo.

—¿Y si hoy hago algo breve? —se preguntó—. Cinco páginas. Una escala musical. Un video de diez minutos. Lo que sea, pero hoy.

Las preguntas, cuando tocan la fibra correcta, piden respuesta inmediata. Noa respiró hondo. Se sintió torpemente libre.

Velocidad no es progreso

La grúa dobló hacia una salida y los buses desaparecieron entre árboles. El tráfico se soltó. Los autos se estiraron como si alguien hubiera cortado una cuerda. Noa aceleró con cuidado. Una idea insistente quedó revoloteando: la velocidad no garantiza avance. Hay quien corre y no llega; hay quien camina con paso firme y, sin ruido, alcanza un lugar nuevo. La educación personal no pide prisa; pide constancia.

Para aterrizar esa intuición, Noa recordó a su abuela diciendo refranes al servir el café: “despacio que tengo prisa”. En aquel momento le sonaba broma. Hoy entendía la sabiduría escondida. Porque el aprendizaje que permanece suele cocerse a fuego lento.

Manual de arranque breve

A la altura de un puente, Noa abrió la nota del celular donde guardaba listas. Escribió un título juguetón: “Plan de chispa”. Tres líneas, nada más. Lo mínimo para encender el motor:

  • Lectura diaria: cinco páginas subrayadas. Si un día van diez, bien; si van tres, también.

  • Práctica intencional: quince minutos de guitarra (sin apps abiertas, sin notificaciones, con metrónomo).

  • Pregunta del día: anotar una duda real y buscarle una primera pista de respuesta.

¿Te parece poco? Justo ahí estaba la trampa mental que Noa quería evitar. Cuando el bus se queda varado, nadie le exige recorrer cien kilómetros; basta moverlo lo suficiente para que llegue al taller. Y ese fue el pacto: poco, pero hoy.

Una digresión necesaria: la cultura del remolque

Noa pensó en cómo muchas veces la escuela o el trabajo funcionan como grúas. Arrastran hacia objetivos que otras personas definieron. Eso tiene su lugar; sin ese empuje, varias se quedarían a mitad del camino común. Sin embargo, la educación personal —esa que te vuelve frutal por dentro, aunque no seas árbol— no se puede delegar. Hay profesoras y profesores que encienden, amistades que contagian, mentoras y mentores que orientan. Aun así, nadie puede aprender por ti. Nadie puede respirar por ti. Nadie puede mover tu bus interno sin que entregues la llave.

—Quiero mis llaves —murmuró Noa, medio en broma, medio en serio.

La primera curva

Esa noche, ya en casa, sacó la guitarra de su estuche. El olor a madera vieja se mezcló con un recuerdo: el primer rasgueo que hizo años atrás, cuando todo era juego. Afinó con torpeza. Los dedos dolieron un poco. Bajo la luz cálida del comedor, tocó cuatro acordes imperfectos y le parecieron una victoria. Luego abrió el libro detenido en la página 127. Leyó tres páginas, subrayó dos frases y anotó una pregunta con lápiz: ¿Qué haría este personaje si no tuviera miedo? La pregunta no solo era para el personaje.

Antes de dormir, Noa revisó el “Plan de chispa”. Tres chequeos. Nada heroico. Nada colosal. Y, aun así, algo en su pecho se acomodó como quien encuentra asiento en un bus que por fin enciende.

Un nombre que pide movimiento

Había escuchado muchas veces que el nombre trae una pista. Noa —movimiento—. Por años, esa palabra había sido un guiño simpático, una etiqueta linda. Ahora se volvió brújula. No un mandato rígido, sino una invitación. Moverse no solo era cambiar de lugar; también era cambiar la mirada. Rotar el ángulo. Hacer una pregunta incómoda. Elegir aprender cuando es más fácil distraerse.

“¿Sabes qué? —pensó—. No necesito que el mundo me remolque. Necesito revisar mi aceite, limpiar mis filtros, encender mis luces”. Y sonrió, porque la metáfora, aunque simple, era exacta.

El día después

A la mañana siguiente, el café salió un poco más amargo. Noa se rió al primer sorbo. Abrió el cuaderno y escribió la pregunta del día: ¿Qué pequeño avance haré antes del mediodía? Puso el temporizador del teléfono en quince minutos, practicó la progresión de acordes sin mirar otras pantallas y, cuando la alarma sonó, no pidió prórroga. Cerró la guitarra y respiró. Ese respiro tuvo sabor a camino.

En el trayecto al trabajo, pasó por el mismo punto de la autopista. No estaban los buses, claro, pero la imagen permanecía como una postal que no necesita cartón. Más tarde, al almorzar, contó la escena a una compañera y le mostró el “Plan de chispa”. La compañera se lo apropió al instante, con otra lista, con otros verbos. De pronto, aquello dejó de ser un gesto solitario y se volvió contagio.

¿Movimiento o ruido?

A media tarde, Noa cayó en una tentación conocida: llenar la agenda de cosas para sentir que avanza. Pero recordó la lección: la velocidad engaña. Decidió decir que no a una reunión sin propósito; dijo que sí a un paseo breve, diez minutos de aire. Caminó hasta un parque cercano. Escuchó hojas, perros, una risita que salió de una carriola. Se prometió mantener ese filtro activo: distinguir entre movimiento y ruido. Entre lo urgente y lo vivo.

Al regresar, escribió en una nota: Pequeñas victorias también cuentan. Y, como quien marca un kilómetro en el tablero, dibujó un círculo.

La promesa

Esa noche, antes de apagar la lámpara, Noa volvió a la frase que había descubierto en la autopista: cuando la educación no marcha. La reformuló con cierta terquedad esperanzada: cuando la educación no marcha, yo me muevo igual. Tal vez lento. Tal vez con improvisaciones. Pero me muevo. Y si un día necesita remolque, tendrá claro hacia qué taller quiere llegar.

Apagó la luz con una certeza nueva: preguntar es moverse; practicar es moverse; leer es moverse; escuchar también. A veces la vida pide autovía. Otras, calle de barrio. Lo importante es no abandonar el volante.

Del Relato a la Resolución

La imagen de los buses remolcados le recordó a Noa que la educación personal es motor, no adorno. Puede fallar por falta de chispa, por posponer lo esencial o por confundir ruido con avance. Sin embargo, siempre existe un primer gesto capaz de arrancar de nuevo: una pregunta honesta, cinco páginas leídas, quince minutos de práctica. Cuando el bus se detiene, el destino no desaparece; solo espera que recupere la llave.

Ahora te hablo a ti: elige un movimiento sencillo hoy. Lee un tramo breve de ese libro que dejaste a medias, haz una práctica corta de algo que te importa o formula una pregunta que te acerque a una respuesta real. Ponlo en tu calendario como si fuera una cita. Cierra notificaciones por un rato. Empieza y termina. Si mañana repites el gesto, mejor. Si no, vuelve pasado mañana. Tu motor no exige heroísmo; pide constancia.

Lleva esta idea a otros espacios de tu vida. Si tu relación está en pausa, inicia una conversación concreta. Si tu trabajo perdió brillo, crea un microproyecto que te rete sin romperte. Si tu cuerpo pide atención, empieza con una caminata corta. El patrón es el mismo: pequeños movimientos que, sumados, cambian la ruta.

Si sientes que necesitas una guía cercana para diseñar tu “Plan de chispa” —una travesía guiada con metas humanas y conversaciones que dejan espacio para lo esencial—, estoy a un mensaje de distancia. Podemos trazar una ruta consciente para que tu aprendizaje se mantenga vivo y tenga dirección, sin fórmulas mágicas, con pasos reales y a tu ritmo.

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Hasta la próxima entrega,
Coach Alexander Madrigal
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