domingo, 8 de junio de 2025

El niño Que Enseñaba Sombras: Una historia sobre cómo volver a jugar puede cambiarlo todo

Imagen simbólica de un niño proyectando sombras con sus manos en una pared blanca, representando emociones ocultas y la expresión interior

Hay pueblos que tienen relojes en cada plaza pero olvidan la hora del alma. Aldeas donde todo funciona a la perfección… menos las personas. Donde la rutina camina tan rápido que las emociones se quedan rezagadas, sentadas en un banco polvoriento que nadie mira.

Este relato nace en uno de esos lugares.

Era un pueblo limpio, ordenado, silencioso. Las calles eran rectas, las ventanas idénticas, y el parque —sí, ese parque que alguna vez vibró con risas— parecía una fotografía antigua: sin movimiento, sin niños, sin vida.

La gente no hablaba de sus miedos. Mucho menos de sus errores. Decían que eso era “cosa privada”, que llorar era de débiles, que mostrar la sombra... era señal de algo roto. Y claro, nadie quería parecer roto. Así que todos fingían ser perfectos.

¿Te suena conocido?

Cuando apareció “él”

Una tarde cualquiera, justo cuando el sol comenzaba a estirarse perezoso sobre los muros de la plaza, apareció un niño.
No tenía nombre —o al menos nadie lo recordaba—. Tampoco se sabía de dónde venía. Lo que sí tenía era una manera peculiar de moverse: con calma, sin prisa, como si el mundo aún fuera un lugar habitable.

Y traía consigo algo aún más inusual: jugaba con su sombra.
Literalmente.

Se paraba frente a una pared, levantaba las manos, y empezaba a crear figuras con los dedos: un pájaro, un dragón, una mariposa que parecía a punto de volar.
Lo más extraño no era eso. Lo verdaderamente extraño era que reía. Solo. Sin vergüenza. Como si no supiera que en ese pueblo eso ya no se hacía.

El primer “clic”

La mayoría de los adultos lo observaban de reojo.
Algunos lo ignoraban, otros apretaban los labios como si fuera una falta de respeto. Pero hubo una niña —de unos ocho años, pelo desordenado y mirada triste— que se detuvo.

Llevaba meses sin reír. Sus padres peleaban en casa. Nadie le preguntaba cómo estaba. Hasta que ese niño le dijo, sin mirarla directamente:
—¿Quieres ver cómo se hace un dragón con sombra?

Ella no contestó. Pero sus manos se alzaron, torpes, hasta imitar las del niño.
Y ahí estaba: un dragón de sombra rugiendo sobre el muro. Tan real como cualquier miedo. Tan tierno como cualquier deseo.

Ella rió. Bajito, al principio. Luego con ganas.

Lo que comenzó como un juego

Fue cuestión de días.
Otro niño se unió. Y luego otro. Después vino una madre que fingía no mirar, un abuelo curioso, un joven que pasaba por ahí.
Y lo que al principio era una rareza, se convirtió en costumbre.

Pero este niño no solo enseñaba figuras. Enseñaba algo más profundo:
—Mira —decía señalando una forma alargada y encorvada—. Este soy yo cuando tengo miedo.
—¿Ves este bicho extraño? Así se ve mi enojo cuando me lo guardo.
—Y este… este soy yo cuando me siento invisible.

Sin darse cuenta, estaba dándoles a todos un permiso que no sabían que necesitaban: el permiso de mostrar lo que escondían.

¿Cuándo fue la última vez que jugaste?

Dejando de lado la historia por un momento —porque sí, esto es un blog, no solo un cuento—…
Déjame preguntarte algo:
¿Cuándo fue la última vez que jugaste con tu sombra? No hablo de literalidad (aunque podrías intentarlo, no sería mala idea). Hablo de jugar con lo que te incomoda, con lo que usualmente escondes.

Todos tenemos sombras: emociones sin digerir, deseos mal etiquetados, partes de nosotros que aprendimos a rechazar.
Y lo curioso es que, cuanto más las evitamos, más nos persiguen.

Este niño, sin decirlo con palabras rimbombantes, estaba enseñando justo eso: que jugar con la sombra es una forma poderosa de integrarla. De dejar de tenerle miedo. De reconciliarse con uno mismo.

La noche del teatro

Una tarde especial —de esas en las que el aire huele distinto, como si algo fuera a pasar—, el niño montó un teatro de sombras en la plaza.
Colgó sábanas blancas. Pidió lámparas. Repartió tizas de colores.

—Hoy vamos a contar historias con nuestras sombras —anunció.

Y entonces ocurrió algo que nadie esperaba.

El panadero proyectó la figura de un niño llorando.
Una madre hizo la forma de un corazón partido y luego, con una simple curva, lo volvió a unir.
Una mujer mayor —la misma que decía que “ya estaba muy vieja para eso”— dibujó un árbol en flor.

La gente no solo observaba. Aplaudía. Lloraba. Se miraba a los ojos sin miedo.
No porque todo estuviera resuelto, sino porque por primera vez… estaban siendo verdaderos.

Y luego, el silencio

Al día siguiente, el niño no estaba.
No dejó nota, ni pistas, ni dirección.
Solo una caja de madera, con tizas gastadas y un pequeño cartel escrito con letra temblorosa:

“La sombra no es para esconderse. Es para jugar, para contar historias, para encontrarse.”

Desde entonces, el parque no volvió a estar vacío.
Los muros del pueblo se llenaron de dibujos extraños: algunos eran figuras claras, otros no tanto. Pero todos eran reales.
Todos eran intentos sinceros de decir: “Aquí estoy. Con mi luz… y también con mi sombra.”

Lo que esta historia quiere recordarte

No tienes que ser un experto en psicología para comprender lo esencial:
Lo que reprimes, te domina.
Lo que nombras, lo liberas.
Y lo que juegas, lo integras.

Quizás no aparezca un niño misterioso en tu barrio (aunque nunca se sabe), pero puedes ser tú quien inicie ese pequeño acto de ternura contigo mismo.

Cierra los ojos. Imagina tu sombra. Dale forma. Pregúntale qué quiere decirte.
O, si te animas, ve a una pared al atardecer y empieza a mover las manos.
Haz un pájaro. Haz un monstruo. Hazte a ti.
Y ríe.

Porque al final del día —sin fórmulas mágicas ni gurús de Instagram—, a veces lo que más necesitamos es jugar otra vez.

Del Relato a la Resolución ©

Todos cargamos sombras que a veces nos pesan más de lo que admitimos. Emociones sin procesar, creencias heredadas, versiones de nosotros que escondimos por miedo o por costumbre. Pero lo cierto es que esas sombras no están ahí para atormentarnos. Están esperando ser escuchadas.

Y ahí es donde el Coaching puede convertirse en ese espacio seguro. Un lugar donde tus luces y tus sombras pueden dialogar sin juicio. Donde puedes recuperar la autenticidad, sanar vínculos, transformar viejos patrones y reconectar con quien realmente eres.

Si este es un buen momento para ti —para trabajar tu mundo emocional, tu niño interior, tu creatividad olvidada o tus relaciones más significativas—, te invito a dar ese paso.
Agenda una sesión personalizada de coaching y hagamos juntos ese “teatro de sombras” que puede cambiar la forma en que te ves y te vives. 

Hasta la próxima entrega,

Coach Alexander Madrigal


© 2025 Alexander Madrigal. Todos los derechos reservados.


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