Hallazgo que habla: dos radios, una vida
Renata no salió a cazar tesoros. Salió por pan. En el estacionamiento del mercado, un carrito rojo quedó abandonado cerca del retorno de los carros metálicos. Encima, dos radios antiguos: uno de baquelita color marfil, rajado como un desierto, remendado con cinta plateada; el otro, un rectángulo de madera oscura con la tapa abierta y el cableado enredado como nido de alambre. Ella se detuvo, casi por pudor, como si hubiera sorprendido a dos viejos vistiéndose. Nadie los miraba. Nadie los reclamaba. Y, sin embargo, ahí estaban, con su dial verde apuntando a números que ya no dicen la hora de nada.
¿Qué hace a un objeto volverse invisible? La pregunta la pinchó. Renata apoyó la bolsa del pan sobre el asiento trasero, volvió al carrito, y les habló en voz baja. “Tranquilos, no vengo a regañar”. Sonrió por la ocurrencia. Pero no se movió; quedó anclada a esos aparatos que parecían respirar polvo.
Heridas que cuentan la historia
El radio de baquelita llevaba cicatrices en todo el lomo. La ranura del parlante recordaba las persianas de una casa cerrada. La perilla se movía medio torpe, y el dial mostraba nombres antiguos: kilociclos, marcas desaparecidas, estaciones que alguna vez dictaron la moda del baile y el miedo de las guerras. El de madera exhibía sus entrañas: válvulas de vidrio aún brillantes al sol, condensadores con polvo pegado, cables de tela con ese color de cosa que estuvo viva.
Renata pensó en su propio cuerpo. En la rodilla que cruje con la lluvia. En la cicatriz del hombro. En los silencios que guarda por cortesía, en la risa que usa para cubrirlos. “Somos más o menos así, ¿no?”, se dijo. Algunos con la carcasa bonita y resquebrajada; otros con las piezas a la vista. A veces nos reparamos como sea, cinta adhesiva incluida. Lo que importa es que seguimos emitiendo algo. O queriendo hacerlo.
Voces atrapadas en el silencio
Se acercó más, como si pudiera oír un resto de canción. Recordó la casa de su abuela y el ritual de los domingos: el volumen al mínimo, las noticias antes del almuerzo, la sopa hirviendo, el olor a comino. ¿Cuántas vidas pasaron por estos radios? Alguien los atravesó con su espera. Alguien los usó para decir “aquí estoy”. Quizá una pareja bailó un bolero; quizá una familia entera escuchó la llegada del hombre a la Luna; quizá un niño se durmió con un partido imposible de madrugada. Es una suposición, sí, pero no tan descabellada: cuando un aparato sirve para recibir voces, también recoge respiraciones y latidos. Las guarda sin querer.
Entonces, una idea rara: ¿y si el valor no está en lo que pueden hacer hoy, sino en lo que ya hicieron? ¿Sabes qué? A veces el mérito grande es haber aguantado. Haber sido puente cuando los puentes eran pocos.
Lo que escondemos por dentro
Renata acarició el borde gastado del radio de madera. Al tocarlo sintió un alivio extraño. Había pasado meses intentando “dar una buena impresión” en su trabajo nuevo, con frases pulidas y respuestas afiladas. Andaba por la vida como baquelita brillante con cinta; no quería que se notaran las vías de agua. Ver aquel equipo con las tripas a la vista la hizo respirar hondo. El interior lucía desordenado, sí, pero también honesto. El voltaje de la vulnerabilidad. La verdad de los cables.
“Déjame explicarte”, se dijo por dentro, imaginando una charla con un amigo. “Hay días en que necesito la carcasa, y otros en que me urge la tapa abierta”. La contradicción no la asustó. Más bien le dio un marco: no hay pureza en la forma, hay coherencia en el propósito. Mostrar o cubrir no cambia el corazón de la cosa: transmitir. La vida nos pide esa sintonía, no una apariencia constante.
Basura o rescate: la duda de cada día
Un trabajador del mercado empujó un tren de carritos y pasó cerca. “¿Te sirven?”, preguntó sin detenerse. Renata dudó. Levantó el de baquelita y pesaba poco, como si le hubieran quitado la voz. El de madera, en cambio, tenía una gravedad noble. “No lo sé”, respondió. Y no lo sabía. El piso del mundo está lleno de objetos buenos que ya no parecen útiles, y de gente valiosa que se quedó sin puesto en la agenda. A veces lo útil es sólo una moda.
Mientras sopesaba, recordó otra cosa: hace semanas tenía un proyecto atascado, un taller comunitario que ella quería impulsar en el barrio. Lo había pospuesto con excusas finas. Tal vez —pensó— lo que faltaba no era tiempo ni dinero, sino el gesto mínimo de creer otra vez. ¿Y si estos radios fueran un recordatorio? Uno decía “rompe la cinta y perdona la grieta”; el otro decía “muestra tus piezas y arma tu sonido”.
El eco que regresa
Puso el de madera sobre sus piernas. Observó las válvulas como si fueran luciérnagas dormidas. No prometían nada, pero provocaban ganas de intentarlo. A Renata la atravesó una memoria pequeña: su padre reparando una lámpara con un método improbable; él decía, medio serio medio en broma: “Si algo tuvo luz, puede volver a tenerla”. La frase le llegó como un mensaje radial a través del tiempo. No se trataba de romantizar la chatarra ni de coleccionar reliquias sin sentido. Se trataba de rescatar la energía que un objeto despierta en ti. Y actuar desde ahí.
—Te adopto —murmuró, como quien recoge un cachorro—. Uno de ustedes, al menos.
La decisión no fue épica. Fue humana. Pagó el pan, pidió permiso en la administración para llevarse el aparato y arrastró el carrito hasta su auto. Una señora mayor, al verla, comentó: “Ese modelo trajo muchas serenatas”. Renata la miró con gratitud; el dato era un regalo: alguien había cantado con esa caja de madera haciendo de escenario. Eso bastaba.
Las pequeñas reparaciones también son bálsamo
Esa noche, en su casa, puso el radio sobre la mesa y lo limpió con un paño húmedo. No tenía herramientas finas; tenía paciencia. Con un pincel sacó polvo de las esquinas. Ordenó los cables lo justo para entender por dónde pasaba la corriente. No encendió nada —sabía que era mejor preguntar a alguien—, pero la limpieza ya era un acto. En la cocina preparó té y, entre sorbo y sorbo, abrió la libreta donde apuntaba ideas del taller comunitario: una radio vecinal con relatos, música local, avisos útiles y oraciones sencillas para quien lo pidiera. De pronto, todo tenía coherencia. Un equipo sin voz inspirando a una mujer con ganas de abrir un micrófono honesto.
¿Fue casualidad? Puede ser. O tal vez la casualidad es la manera que tiene el sentido de hacerse el distraído para no asustarnos.
Lo que seguimos transmitiendo
Al día siguiente llevó el radio a un técnico del barrio, un hombre que recibía relojes, casetes, tocadiscos y recuerdos. Él giró la caja, sonrió por las válvulas, y dijo que vería qué se podía hacer. “Sin promesas”, advirtió. Ella asintió. No necesitaba garantías; le bastaba el intento. A veces el intento ya es una forma de reparación.
Mientras caminaba de vuelta a casa, sintió que las piezas internas le hacían menos ruido. Su vida no estaba resuelta, pero había vuelto a sintonizar. Y eso cambia el tono de la jornada. Notó cosas que no había visto en meses: la manera en que el panadero le guiña el ojo a la niña que entra con uniforme escolar, el árbol que guarda pájaros y sombras, la vecina que riega plantas con una botella cortada. “Pequeñas transmisiones”, se dijo. Pequeñas, sí; potentes, también.
De lo técnico a lo humano sin perder el hilo
El técnico la llamó una semana después. “Hay vida”, dijo, y ella sintió que le hablaban del radio, de su proyecto y de su propia voz. Le explicó que no todo estaba recuperable, que algunas partes se podían reemplazar sin traicionar el espíritu del equipo. Le enseñó el dial, el parlante, la magia de las válvulas encendidas. Nada espectacular. Nada moderno. Pero latía. Renata llevó el aparato a la sala y lo dejó sobre una repisa. No como trofeo, sino como recordatorio.
Ese mismo mes abrió el ensayo de la radio vecinal. Probó con relatos cortos que le mandaban por notas de voz, música prestada por jóvenes del barrio y mensajes prácticos. Ella no era una locutora; era una vecina que convocaba voces. Y los vecinos llegaron con timidez bonita. “Mi abuela quiere contar una receta”. “Mi hijo compone rimas; ¿puede ensayar aquí?”. “Tengo una noticia del mercado”. Renata comprendió que no hacía falta sonar perfecto para estar presente. Ni máscaras brillantes ni tripas en exhibición permanente. Bastaba con el pulso de la intención sostenida.
Un nombre que se cumple sin alarde
A veces nos nombran sin saber lo que llaman. Renata siempre pensó que su nombre era bonito, sin más. Ahora daba vueltas a la idea de volver a empezar, de armar el sonido con lo que queda, de encender las válvulas viejas para que el aire vuelva a moverse. No lo dijo en voz alta —las palabras ceremoniosas le dan pudor—, pero se le notaba en la mirada. ¿Sabes qué? Cuando una historia coincide con un nombre, no hace falta explicarlo; se siente.
La radio vecinal se sostuvo en el tiempo con la modestia de las cosas que sirven: programitas claros, pausas oportunas, espacio para la risa, espacio para la pena. El viejo radio de madera quedó como mascota muda. Algunas noches, Renata lo saluda antes de dormir, como quien habla con un cuadro. “Gracias por recordármelo”, le dice. ¿El qué? Que aún con grietas, también se transmite. Que incluso a medio arreglar, también se escucha. Que los puentes que fuimos una vez nos enseñan a construir los puentes que necesitamos ahora.
Del Relato a la Resolución
El cierre no trae fanfarrias. Trae una certeza tranquila: lo valioso no siempre brilla; a veces respira debajo del polvo y espera un gesto pequeño para volver a emitir. Renata lo aprendió en un estacionamiento cualquiera, frente a dos radios que mostraban su destino posible. Elige hacer espacio para lo que aún puede hablar en ti. No se trata de volver a lo de antes, sino de recuperar el pulso para seguir. Con grietas, con piezas nuevas, con la misma intención: conectar.
Si te preguntas “¿y yo qué hago con esto?”, te propongo algo sencillo: busca un objeto que haya estado contigo en momentos clave —una libreta, una foto, un instrumento, un cuaderno de recetas—. Dedícale quince minutos esta semana: límpialo, arréglalo lo mínimo, nómbrale para qué vuelve. Luego escribe en una hoja una frase de tres líneas sobre lo que quieres seguir transmitiendo hoy. Pégala cerca de donde trabajas. Así de simple, así de concreto.
Esta misma práctica cabe en otros espacios: en tus relaciones, en tu trabajo, en tus hábitos. Puedes limpiar una conversación pendiente, ajustar una rutina, dar cabida a una afición que creías perdida. Lo que tuvo luz, puede volver a tenerla, aunque no sea idéntica a la primera.
Si sientes que esta idea te toca y quieres caminarla con más claridad, podemos trazar una ruta consciente juntos. No se trata de promesas mágicas, sino de una guía cercana para ordenar piezas, sintonizar prioridades y abrir espacio a conversaciones que importan. Procesos reales, metas humanas, silencios respetados; eso es lo que cuenta.
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Hasta la próxima entrega,
Coach Alexander Madrigal
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