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viernes, 1 de agosto de 2025

El Ala Que Faltaba: un relato reflexivo para cerrar ciclos, sanar y volver a girar.

Hombre contemplando una veleta en forma de libélula desde la ventana, símbolo de sanación y dirección interior

A veces, cerrar una puerta no es lo difícil. Lo complicado es saber qué hacer con la llave después.

Akai lo supo en cuanto cruzó por última vez el portón oxidado del jardín. Aún colgaba la campanilla que ella había colgado—esa que, cuando sonaba, significaba que alguien traía pan, noticias o ganas de discutir. El taller seguía ahí, intacto. Casi como si el tiempo no hubiera pasado… aunque él ya no era el mismo.

La caja olvidada

Entró con la intención de recoger un par de herramientas. Solo eso. Pero la vista se le fue directo a esa caja de madera con marcas de hollín que descansaba, quieta, en la esquina del banco de trabajo. La recordaba bien. Y no porque fuera especial. En realidad, era una de esas cajas que uno guarda "por si acaso". Y ese día, el acaso decidió aparecer.

Al abrirla, el olor a óxido viejo le trajo una mezcla incómoda: tardes compartidas, risas apagadas, silencios incómodos, y sobre todo... la libélula. Ahí estaba. De hierro forjado, elegante, incompleta. Solo tenía una de sus alas.

—Claro —murmuró para sí mismo—. Cómo no.

No era una libélula cualquiera. Era su proyecto. Bueno, de ambos. Habían planeado ponerla como veleta en el techo de la casa que nunca terminaron de construir. Ella decía que la libélula representaba el cambio. Él pensaba más en equilibrio. Pero nunca discutieron por eso. Lo que no dijeron entonces, lo entendía ahora. Faltaba un ala. Como tantas cosas que les habían faltado.

El taller que no suena igual

Akai cargó con la libélula en silencio. No lloró, ni se detuvo demasiado. La guardó como quien guarda una carta sin abrir. Pero esa noche no durmió.

Verás, hay objetos que no pesan por su masa, sino por lo que te obligan a mirar dentro de ti. Y esa libélula... era un espejo.

Pasaron los días. Volvió al trabajo. Respondió correos. Tomó café sin azúcar. Pero cada noche, esa pieza incompleta lo miraba desde el rincón del estudio. Como diciendo: "¿Qué harás conmigo ahora?"

Y fue entonces cuando decidió algo que no estaba en su lista de pendientes: terminarla.

El ala propia

No tenía idea de cómo hacerlo. Sabía lo básico de metales—lo justo para no cortarse. Así que buscó un curso nocturno de herrería. Nada pretencioso: un taller pequeño en el sótano de una ferretería, con un instructor que parecía salido de un cuento de Dickens, pero con WhatsApp.

La primera clase fue frustrante. El calor, los chispazos, el ruido... nada romántico. Pero, curiosamente, todo eso lo conectaba con algo. Con él mismo, tal vez.

Con cada golpe al hierro, Akai iba descubriendo que no estaba allí solo para terminar una veleta. Estaba forjando algo más profundo: su propia forma de cerrar.

La nueva ala no quedó igual que la primera. Era más áspera, menos simétrica, pero tenía algo que la otra no: historia. Su historia. Y eso, por alguna razón, le bastaba.

No era el techo, era la dirección

Pensó en instalarla en su nuevo apartamento, pero no había techo. Ni jardín. Así que improvisó: construyó una base de madera, le añadió un eje, y la colocó junto a la ventana del estudio.

Ahora, cada mañana, cuando abría las cortinas, la veía girar con el viento. No volaba, claro. Pero danzaba. Señalaba direcciones.

Y eso era suficiente.

Ya no se trataba de recordar lo que fue. Se trataba de honrar lo que pudo ser, y aún más, lo que estaba siendo. Porque sí, había perdido una relación. Pero había ganado algo que no sabía que buscaba: una conversación honesta con su parte más callada.

Lo que el hierro no olvida

La libélula se volvió símbolo. No como esos adornos vacíos que uno compra por impulso, sino como los objetos que se vuelven rituales silenciosos.

Cuando tenía días grises, Akai se sentaba frente a ella. A veces con café. Otras, con preguntas. Y aunque la libélula no respondía, le enseñaba. Le enseñaba a aceptar lo imperfecto. A entender que lo que no voló, puede girar. Que lo que no fue, puede transformarse en algo útil. Que el ala que falta... a veces es la que uno mismo necesita construir.

Y no para volver atrás. Sino para mirar hacia donde sopla el viento ahora.

Del relato a la resolución

A veces, una historia de ruptura no se cierra con palabras, sino con fuego, martillo y decisión. Akai no buscó rehacer su pasado. Eligió terminar lo que quedó incompleto dentro de sí. Y esa es una enseñanza poderosa para cualquiera de nosotros: lo que no pudimos vivir plenamente, aún puede transformarse en un acto de creación interna.

¿Y tú? ¿Tienes alguna "ala" que quedó pendiente?
Tal vez no se trate de reconstruir lo perdido, sino de darle forma a lo que aún puede ser. De forjar, con tus propias manos, una nueva dirección.

Porque no todo lo incompleto está roto.
Y no todo lo que gira está perdido.

Y si este relato resonó contigo, o sientes que es tiempo de forjar tus propias alas, estaré encantado de acompañarte en ese proceso.

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domingo, 27 de julio de 2025

El pan que no subía: un relato sobre valor interior, propósito y ternura

Hombre mayor sentado frente a una mesa rústica con cuatro panes artesanales, observando con ternura el más pequeño. Imagen simbólica sobre el valor oculto y la sabiduría silenciosa.

Hay mañanas en las que el silencio de la cocina tiene un peso especial. No es solo el vapor suave del café o el tintinear tímido de una cuchara. Es otra cosa. Como si el aire estuviera lleno de algo sin decir. Esa fue una de esas mañanas.

Cuatro panes descansaban sobre una tabla de madera, cada uno con su propia historia, su propia forma. Tres de ellos habían crecido como se esperaba: dorados, redondos, con esas hendiduras perfectas que parecen haber sido dibujadas con compás. El cuarto… no tanto.

Más bajito. Más callado. Su corteza era menos brillante. Parecía encogido, como si supiera que no había cumplido las expectativas.

Y aquí empieza esta historia.

El pan pequeño que se sentía fuera de lugar

Él lo notó desde temprano. Mientras los otros se inflaban con orgullo bajo la tibieza del horno, él apenas se estiraba. No era cuestión de ingredientes—los tenía todos—ni de que el panadero se hubiera olvidado de él. Nada de eso.

Era simplemente… diferente.

Y claro, cuando uno es diferente, lo primero que suele hacer es compararse. Y compararse, como bien sabemos, es el camino más rápido al auto-rechazo. Ese pan pensó: “¿Qué hice mal? ¿Por qué no soy como ellos?”

No sabía que alguien lo estaba observando con ternura. Con paciencia. Y con una sonrisa.

La escena clásica del juicio: apariencia vs. esencia

Cuando los sacaron del horno, empezó el desfile de halagos. “¡Qué pan más hermoso!”, decían. “¡Miren esa corteza crujiente!” “¡Parece de revista!”
Y ahí estaba él. En una esquina de la tabla. Más callado que nunca.

Los otros panes lo miraban de reojo, sin malicia, pero con esa distancia que a veces se siente peor que una ofensa directa. Como si dijeran: “No lo logró.”

Pero entonces ocurrió algo inesperado.

El panadero, sin decir nada, tomó un cuchillo afilado y empezó a cortar cada uno.

Lo que el cuchillo reveló

El primero: hermoso por fuera… vacío por dentro.
El segundo: dorado, sí, pero seco como un desierto.
El tercero: buena textura… pero insípido.

Y finalmente, el pan pequeño.

El corte fue silencioso. El cuchillo entró con suavidad, y al abrirse… el aroma llenó toda la cocina. Ese tipo de olor que recuerda a casa, a infancia, a momentos en que uno se sentía cuidado sin tener que pedirlo.

El interior era húmedo, tierno, cálido. Suave como abrazo de abuela.

El panadero no dijo mucho. Solo algo sencillo, casi susurrando:

—“Lo que no se ve… suele ser lo más valioso.”

Y en ese momento, todo cambió.

¿Cuántas veces no te has sentido como ese pan?

Vamos a ser honestos.
¿Quién no ha sentido que se quedó corto, que no está a la altura, que su brillo no alcanza?
En redes sociales, en reuniones de trabajo, incluso entre amigos: nos miramos y pensamos “yo debería estar más allá”.

Y es que en una cultura que premia lo visible, lo rápido y lo medible, lo tierno, lo lento y lo profundo pasa desapercibido.

Pero aquí va la sorpresa: no necesitas subir más, ni brillar más, ni hablar más fuerte. A veces, tu mayor regalo está justo donde no lo estás viendo.

Porque no todos fuimos hechos para lucir; algunos fuimos hechos para nutrir

Esa es la clave.
Hay personas que no llegan a una sala para impresionar, sino para sostener.
No hacen ruido, pero te cambian la vida.
No tienen premios, pero te dan paz.

Y no, no salen en portadas, pero te alimentan cuando más lo necesitas.

Lo invisible que sostiene todo

¿Sabías que en muchas cocinas de panadería el pan más simple es el que más trabajo lleva?
Fermentaciones largas, reposo nocturno, paciencia extrema.
Y no siempre sale bonito.
Pero sale… real.

Esa verdad también aplica con personas. Algunas llevan años fermentando en silencio su ternura, su compasión, su sabiduría. No tienen forma "perfecta", pero están llenas de vida por dentro.

El pan que fue servido primero

El cuento no termina con el panadero elogiando al pan pequeño.

Termina con él partiéndolo y sirviéndolo en la mesa de una familia hambrienta.
Ellos no preguntaron por la forma, ni por la altura, ni por cuán dorado quedó.
Solo lo probaron. Y lloraron.

Y el pan, por primera vez, se sintió pleno.

Porque entendió que había sido hecho no para mostrar, sino para saciar. No para brillar, sino para abrazar con sabor.

¿Y tú? ¿Qué parte de ti no ha "subido"?

Tal vez estás pasando por una etapa en la que sientes que los demás avanzan, crecen, logran… y tú no.
Tal vez hay una parte de tu vida que se quedó estancada.
Una relación.
Un sueño.
Una vocación.

Pero ¿y si no está estancada, sino gestándose?
¿Y si tu ternura está madurando en silencio para alimentar a alguien más tarde?

No todos los procesos son visibles.
No todas las historias hacen ruido.

Y eso no las hace menos valiosas.

Del relato a la resolución

En ese pan que no subía descubrimos una gran verdad: el valor real no siempre se nota a simple vista. Lo profundo, lo suave, lo que nutre… suele crecer en silencio, lejos de la prisa y la apariencia.

Entonces, ¿qué parte de ti ha estado en silencio, esperando ser reconocida no por cómo luce, sino por lo que aporta? ¿Te has juzgado demasiado por no tener “la forma esperada”? ¿Y si ese “fracaso” es en realidad una forma distinta de cumplir tu propósito?

Recuerda: no todo lo que brilla alimenta… y no todo lo que alimenta brilla.

Y si este relato tocó algo en ti—si sientes que por mucho tiempo has sido ese pan callado, comparándote, dudando de tu valor—quiero decirte que no estás solo. Acompañar procesos de descubrimiento interior es parte de mi vocación. Estaré encantado de caminar contigo hacia esa versión tuya que no necesita parecer más… porque ya es suficiente para nutrir.

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domingo, 20 de julio de 2025

El Autobús que Nunca Llegaba: un relato reflexivo sobre rutinas que nos hacen sentir productivos, pero nos mantienen atrapados

Ilustración de una mujer pensativa en un autobús que recorre una ruta repetitiva, con un niño curioso a su lado y un camino alternativo al fondo.

Siempre en movimiento… pero, ¿hacia dónde?

Nora salía cada mañana a la misma hora. Puntual. Precisa. Con su café en termo reutilizable y su bolso de cuero marrón con una mancha vieja que jamás logró quitar. La parada estaba justo en la esquina, y el autobús pasaba, como siempre, con su letrero parpadeando: “PRÓXIMA PARADA: DESTINO”.

No era una línea real. Bueno, sí lo era… pero no como una que la llevara a algo nuevo. Ese autobús hacía una ruta circular, un loop, como decían algunos colegas jóvenes. Daba vueltas. Siempre las mismas. Y, curiosamente, todos actuaban como si de verdad se dirigieran a algún lugar.

Nora había trabajado en la misma oficina por casi doce años. Departamento de archivo, aunque ahora lo llamaban “gestión documental digitalizada”. Ella decía que eso solo era una forma elegante de describir cómo pasaba ocho horas desplazando archivos de un servidor a otro y respondiendo correos que ni siquiera necesitaban respuesta. Pero bueno, el sueldo llegaba a fin de mes, ¿no?

Una pregunta que rompió el bucle

Una mañana cualquiera —de esas que se parecen tanto entre sí que podrían intercambiarse sin que nadie lo notara— un niño subió con su mochila y un batido a medio terminar.

Se sentó al lado de Nora. Ella apenas alzó la vista. Hasta que escuchó:

—¿Tú sí sabes a dónde va este autobús o solo das vueltas como los grandes?

La pregunta le cayó como una piedra al pecho. No por el tono —era inocente, curioso—, sino por lo que implicaba. Como si alguien hubiera destapado un pensamiento que ella ni siquiera sabía que estaba escondiendo. ¿Y si el niño tenía razón?

Miró por la ventana. Mismo parque, misma panadería con el letrero “Café y pan caliente desde 1983”, misma esquina donde siempre se peleaban por el estacionamiento. Mismo todo.

Entonces cayó en cuenta: no importaba cuántas vueltas diera, el destino no existía si la ruta siempre era la misma.

El conductor que no respondía

Ese día Nora decidió preguntar. Al conductor, al sistema, al universo. Lo que sea. Esperó a que el autobús se detuviera unos segundos más de lo normal por un semáforo en rojo y se acercó.

—Disculpe... ¿hay alguna forma de bajarme en una parada que no sea la habitual? ¿Algo fuera del loop?

El conductor ni la miró. Apenas murmuró:
—Mantenga su asiento. Estamos en ruta.

Así, sin más. Como si estuviera programado. Como si formara parte del guión de una obra en la que todos fingían no darse cuenta de que no estaban yendo a ningún lado.

Y aquí viene lo extraño: casi nadie parecía notar el bucle. Algunos dormían. Otros iban pegados al teléfono, con los ojos vidriosos, desplazando imágenes de comida o memes con frases motivacionales como: “La vida es un viaje, no un destino”. Qué ironía.

Cuando el loop se detiene (por accidente)

Pasaron días, o semanas —la verdad, el tiempo empezó a sentirse como una masa blanda— hasta que un día el autobús se detuvo. Literalmente. Una falla mecánica. Nora casi se sintió agradecida. No por el accidente, claro, sino porque era su oportunidad.

Aprovechó el momento, bajó con su bolso y sus dudas, y se alejó del tumulto de quejas y llamadas a la empresa de transporte. Caminó. No mucho. Pero suficiente para salirse del radio del loop. Y allí, desde una colina cercana, pudo ver la ruta completa: un círculo. Perfecto. Cerrado. Sin escape.

Pero también vio algo más.

Un sendero polvoriento que se perdía entre los árboles. No tenía señalizaciones, ni asfalto, ni paradas. Nadie lo transitaba. Pero estaba ahí.

El primer paso no lleva a un lugar, lleva a un nuevo ritmo

Nora dudó. Pensó en su trabajo, en su rutina, en las cosas que siempre le dijeron que debía hacer: ser responsable, cumplir, no faltar, no arriesgar. Pero algo dentro le dijo: “Ya diste muchas vueltas. Ahora camina recto”.

Y así lo hizo. Con los zapatos que no eran para caminar y sin una botella de agua. A cada paso, sentía que el mundo recuperaba colores. Como si hubiese estado viendo todo en escala de grises.

Sacó su libreta, esa que usaba solo para anotar listas del supermercado, y escribió:

“Hoy no llegué a destino. Pero por primera vez, estoy yendo hacia uno.”

¿Y tú? ¿Sigues dando vueltas o ya bajaste?

Podría parecer una historia exagerada. Pero, seamos sinceros, ¿cuántos de nosotros vivimos atrapados en loops personales que repetimos como si fueran leyes inquebrantables?

  • Esa relación que ya no construye, pero tampoco termina.

  • Ese trabajo que pagas con tu energía vital, pero que no te permite crecer.

  • Ese hábito que parece inofensivo, pero te aleja cada vez más de tus sueños.

Y lo más curioso es que nos movemos. Todo el tiempo. De reunión en reunión. De lunes a viernes. De tarea en tarea. Pero sin avanzar. Como si la acción se hubiese disfrazado de evolución.

Salirse del loop no es una huida, es un acto de presencia

Salir del bucle no significa dejarlo todo o volverse temerario. Significa, simplemente, preguntarse si lo que estás haciendo te está acercando a la vida que realmente quieres. Significa hacer pausas, observar, redefinir, tal vez fallar… pero sentirte vivo en el proceso.

Hay personas que pasarán años, décadas incluso, sin hacerse esa pregunta. Y hay otras —quizá tú— que están empezando a intuir que el autobús no llegará nunca si no hay una decisión diferente.

Entonces, la verdadera pregunta no es si el destino existe.
Es si estás dispuesto a dejar de dar vueltas para empezar a caminar hacia él.

Del relato a la resolución

A veces confundimos el movimiento con el propósito. Pero dar vueltas no es lo mismo que avanzar. Como Nora, todos podemos despertar en algún punto del camino y darnos cuenta de que ese autobús —sea una rutina, un trabajo, una relación o una forma de pensar— no nos está llevando a donde soñábamos.

¿Qué parte de tu vida se siente como un loop?
¿Estás esperando una parada que no llega, o estás listo para bajarte y comenzar un nuevo rumbo?

No necesitas saber exactamente a dónde ir. Solo necesitas reconocer que puedes elegir otra dirección. La vida no es el autobús. Eres tú quien lo conduce.

Y si este relato resonó contigo, o sientes que es tiempo de salir del bucle y tomar el volante de tu propio camino, estaré encantado de acompañarte en ese proceso. Hay rutas nuevas esperándote, y a veces solo hace falta alguien que camine contigo los primeros pasos.

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domingo, 13 de julio de 2025

Las Piedras que Vuelven

Joven detrás de un muro de piedra donde florecen flores, símbolo de paz y transformación interior.
Un cuento sobre límites, heridas… y la magia de no reaccionar igual

¿Y si no todas las piedras que te lanzan están ahí para destruirte?

En un rincón olvidado del valle, donde el viento hablaba más que la gente, vivía un joven alfarero llamado Simón. No era famoso ni pretendía serlo. Lo suyo era más bien observar en silencio, moldear barro con ternura y tratar de no molestar a nadie.

Pero como suele pasar, su quietud molestaba más que cualquier grito.

La gente del valle, a veces sin saber por qué, se dedicaba a lanzar piedras. No por maldad, al menos no siempre. Algunas piedras venían cargadas de frustración, otras de celos, otras simplemente eran copias de piedras que otros ya habían lanzado antes. Simón no entendía por qué lo elegían a él, pero tampoco se quejaba.

Eso sí: no devolvía ninguna.

Una muralla como ninguna otra

Mientras otros construían muros de rabia, con gritos incrustados entre las rocas, Simón hizo algo distinto. Levantó una muralla, sí. Pero no era una cualquiera.
La suya no tenía púas ni rebotaba las piedras con violencia. Era una especie de manto firme, silencioso, que absorbía los impactos. Y lo más curioso… era lo que pasaba después.

A las pocas semanas, en la tierra frente a su muralla comenzaron a brotar flores. Pequeñas, tímidas al principio. Luego más altas, más coloridas. Algunas llevaban nombres: “Aceptación”, “Aprendizaje”, “Silencio fértil”. Otras ni nombre tenían, pero al verlas uno sentía algo. Paz, quizás. O una pregunta sin responder.

La gente, confundida, miraba esas flores como si fueran un truco. “¿Qué clase de magia es esta?”, murmuraban.

El eco de lo que no se devuelve

Una tarde, uno de los vecinos más agresivos del valle, Tomás, lanzó una piedra más grande que nunca. Venía con rabia acumulada, una mezcla de decepciones y heridas que ni él mismo se había permitido mirar de frente. La piedra golpeó la muralla… y desapareció.

No se oyó estruendo. No hubo grieta. Solo silencio.

Unos días después, justo en el lugar donde había caído la piedra, floreció algo distinto. Una planta robusta, con espinas, pero con un perfume indescriptible. Tomás se acercó, sin entender, y Simón lo estaba esperando.

—¿Tú hiciste esto? —preguntó Tomás, más asombrado que enfadado.

—No la devolví —respondió Simón, simplemente—. Y cuando no devuelves la piedra, a veces, la tierra la transforma.

¿Defenderme o transformar?

Ahora, haz una pausa. Porque sí, esto es un cuento... pero también es una pregunta.

¿Cuántas veces has sentido que te lanzan piedras?

Pueden venir de todas partes:

  • Críticas disfrazadas de consejos

  • Miradas que juzgan en silencio

  • Palabras que perforan más que gritos

  • O esa voz interna, a veces la más cruel, que te dice que no eres suficiente

Y claro, lo primero que queremos hacer es devolverlas. Defendernos. Gritar más fuerte. Mostrar que no somos débiles. Que no nos duele.
Pero… ¿realmente no duele?

¿Y si, en vez de devolver la piedra, la dejas tocar tu muralla interior… y esperas?

No para reprimir, sino para procesar. Como hace la tierra con el abono: lo oscuro se convierte en raíz, lo podrido en flor.

Las semillas invisibles del conflicto

La mayoría de las personas no sabe qué hacer con lo que siente. Así que lo lanzan. A veces con rabia, a veces con sarcasmo, a veces con esa ironía cortante que disfraza la inseguridad.

Y si tú recoges esa piedra y la lanzas de vuelta, el ciclo nunca se detiene.

Pero si haces lo que hizo Simón —crear un espacio que absorba, que transforme sin negarlo—, algo nuevo puede crecer.

Esto no es pasividad. Tampoco es resignación.
Es elegir con conciencia qué tipo de jardín quieres dentro de ti.

¿Y si la defensa no es un escudo, sino una alquimia?

Mira, a todos nos han herido. A veces más de lo que podemos decir en voz alta.

Y sí, claro que necesitas límites. No se trata de soportarlo todo. Se trata de elegir cómo responder sin convertirte en lo mismo que te hirió.

Porque si reaccionas igual, la herida te gobierna.
Pero si eliges con calma, la herida te enseña.

Entonces… ¿qué hacer con tus propias piedras?

Simón no era santo. También sintió rabia. También quiso lanzar algo de vuelta.

Pero respiraba. Y en ese respiro, recordaba que toda piedra podía ser semilla… si encontraba tierra fértil.

¿Y tú? ¿Qué harías si hoy te lanzaran una piedra?

Mejor aún:

  • ¿Qué harás con las piedras que ya tienes acumuladas?

  • ¿Las seguirás cargando?

  • ¿Las lanzarás de vuelta?

  • ¿O construirás una muralla que transforme, no que aísle?

Un ejercicio que podrías intentar (sí, ahora mismo)

  1. Escribe en un papel alguna crítica o frase dolorosa que hayas recibido.

  2. Léela en voz baja, y nota qué sientes.

  3. Ahora responde: ¿Qué parte de eso te dolió porque tocó algo que tú ya creías de ti?

  4. Imagina que esa frase se convierte en una piedra.

  5. Dibuja una flor que crece sobre ella. Ponle un nombre: “Confianza”, “Autoafirmación”, “Límite sano”… el que necesites.

  6. Déjala en tu escritorio. A veces, lo simbólico también sana.

Del Relato a la Resolución

Simón no necesitó grandes palabras para transformar su entorno. Bastó con una decisión silenciosa y constante: no devolver la piedra, dejar que la tierra hiciera lo suyo y confiar en que incluso lo más duro puede florecer si se le da el lugar.

Tal vez hoy tú también estás recibiendo piedras. Algunas vienen con nombre y apellido; otras, desde adentro. La invitación no es a negar lo que duele, sino a preguntarte con honestidad: ¿Qué quiero hacer con esto?
Porque puedes elegir. Puedes construir desde el dolor sin volverte piedra tú también.

Hoy puedes sembrar, transformar, y abrir espacio a algo distinto.

Y si este relato resonó contigo, o sientes que es tiempo de trabajar tu propio jardín interior, estaré encantado de acompañarte en ese proceso.

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domingo, 6 de julio de 2025

Los pasos que curan

Hombre caminando entre bosque y niebla como metáfora del viaje interior

Caminatas que no buscan destino, sino sentido

No fue una decisión racional. Tampoco fue una meta. Simplemente un impulso. De esos que llegan calladitos, sin escándalo, pero se sienten como un susurro firme en el pecho. Ese día, sin saber por qué, se puso los zapatos más cómodos que tenía —viejos, sucios, fieles— y salió a caminar.

No había música. No había ruta. Solo un río que bordeaba el parque, un sendero embarrado de tanto olvido, y una mezcla rara de niebla y sol que lo envolvía como si el mundo entero estuviera dudando entre mostrarse o esconderse.
Como él, pensó. Como yo.

Lo que el cuerpo no dice con palabras

Llevaba meses —¿o años?— sintiéndose desconectado. Como si viviera en un cuerpo ajeno, mecánico, siempre agotado aunque durmiera. Se tomaba vitaminas, iba a terapia, incluso meditaba de vez en cuando, pero había algo que no cuadraba. Como si su piel no le quedara bien.
Y sin embargo, al dar ese primer paso, algo se removió. Como cuando mueves una alfombra vieja y sale una nube de polvo que ni sabías que estaba ahí.

La caminata fue lenta al principio. No por flojera. Más bien por respeto. Como si sus piernas necesitaran aprender a confiar de nuevo en que podían llevarlo a un lugar distinto al sofá.

Pasó junto a un árbol con la corteza rajada —y, de la nada, recordó una caída en bicicleta cuando tenía nueve años. La rodilla pelada. El llanto con orgullo herido. Su mamá limpiando la herida sin palabras, pero con ternura.
No supo por qué ese recuerdo emergió. Solo que le dejó un nudo en la garganta y una tibieza en el pecho.

Cuando los pies te llevan donde la cabeza no puede

Hay una teoría —muy popular entre fisioterapeutas y neuropsicólogos— que dice que el cuerpo guarda memoria emocional. Que los músculos, los órganos, incluso la postura, registran experiencias que la mente no procesa del todo.
¿Será por eso que caminar se sentía como remover el sótano del alma?

Cada paso parecía liberar un fragmento olvidado. La risa con su primer amor. El silencio incómodo en una despedida que nunca quiso. Las veces que caminó a casa sin saber cómo decir que no podía más.
Todo eso, entre pasos y respiraciones entrecortadas, iba saliendo sin pedir permiso. Sin lógica. Sin calendario.

Y entonces pasó algo inesperado. Se detuvo.

No porque estuviera cansado. Al contrario. Se detuvo porque sintió… algo. Una especie de presencia. Como si el bosque también estuviera respirando. Como si los árboles le dijeran: “te estábamos esperando”.

¿Suena cursi? Quizá. Pero cuando has estado tan desconectado que hasta el silencio te resulta hostil, cualquier gesto de la vida se siente como un milagro.

El umbral: cuando la niebla se vuelve maestra

La caminata lo llevó hacia una zona más densa, donde la niebla cubría casi todo. Apenas veía a unos metros. No sabía si seguir era seguro o sensato.
Pero algo dentro —una mezcla de valentía y hartazgo— le empujó hacia adelante.

Fue en ese tramo donde las lágrimas salieron sin aviso. No eran dramáticas ni desesperadas. Más bien eran suaves, como esas lluvias que no mojan de golpe, pero lo empapan todo.
Lloró por lo que había callado. Por lo que había perdido. Por lo que no había sabido defender.
Y por fin, por lo que seguía teniendo: su cuerpo. Su aliento. Sus pasos.

—Gracias —murmuró. No supo a quién se lo decía. Tal vez a sus piernas. Tal vez al río. Tal vez a ese pedacito de vida que se había despertado.

Volver no es regresar igual

Al cabo de un rato, dio media vuelta y volvió por el mismo camino. Pero todo se sentía distinto. La luz había cambiado. Sus hombros estaban menos tensos. Incluso su respiración parecía nueva.

Cuando llegó a casa, no encendió la televisión. Ni abrió el celular.
Se sentó en el piso. Se estiró como un gato lento y viejo. Bebió agua. Y se permitió, por primera vez en mucho tiempo, no hacer nada.

Esa noche durmió profundamente.
Y al día siguiente, caminó de nuevo.

Lo que quizá también te pasa (aunque no lo digas)

Mira, hablemos claro. Vivimos en un ritmo tan raro que movernos dejó de ser algo natural. Nos sentamos todo el día. Fingimos estar bien. Ignoramos dolores porque “hay que cumplir”.

Pero el cuerpo, ese sabio que no tiene voz, termina gritando con insomnios, contracturas, colon irritable, ansiedad flotante…
Y no, no todo se resuelve con pastillas o respiraciones profundas en una app. A veces, lo único que necesitas es salir a caminar sin propósito. Dejar que tus pies vayan por ti. Que el aire limpie un poco. Que el cuerpo hable.

Porque el cuerpo guarda. Pero también suelta.
Y moverse puede ser el ritual que te devuelva al centro.

¿Y si das tu primer paso?

Te invito a hacer algo hoy:

  • No como rutina de ejercicio.

  • No como plan de productividad.

  • Solo como un gesto de reconexión.

Camina sin auriculares. Sin destino. Escucha cómo pisas. Mira los árboles. Agradece tus rodillas aunque crujan.
Hazlo unos minutos. Tal vez no pase nada. O tal vez pase todo.

Del relato a la Resolución

A veces, las grandes revoluciones no comienzan con ideas, sino con pasos.
Pequeños. Torpes. Pero firmes.

¿Cuándo fue la última vez que caminaste para sentirte mejor, no para llegar a un lugar?
Quizá tu cuerpo también está esperando que salgas a buscarte.
No con prisa. No con culpa.
Solo con honestidad.

¿Quieres trabajar esto en sesión personal?

Si sientes que tu cuerpo guarda más de lo que puedes procesar solo, podemos caminar juntos este tramo.
Desde la compasión, la escucha y un acompañamiento real.

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domingo, 29 de junio de 2025

Estaciones del alma: cuando el norte desaparece

Mujer con los ojos cerrados y expresión serena, rodeada por las cuatro estaciones: primavera, verano, otoño e invierno, representando los ciclos del alma.

Inés siempre fue de las que saben qué hacer. Puntual, organizada, enfocados los ojos en el objetivo de la semana, del mes, del trimestre. Existen personas que caminan con brújula interna y mirada firme. Ella no solo caminaba, también daba instrucciones a otros sobre qué rumbo tomar. Su escritorio tenía post-its de colores según la prioridad, y su agenda digital sonaba tres veces por hora. Todo iba bien. Supuestamente.

Hasta que un día se le borraron los puntos cardinales.

No literalmente, claro. Pero esa mañana, en lugar de despertarse con la típica sensación de urgencia disfrazada de propósito, lo único que sintió fue una niebla densa adentro. No tristeza. No cansancio físico. Tampoco desilusión. Solo... una especie de nada. Como si algo que antes latía se hubiese quedado en pausa. Como si su GPS emocional se hubiera quedado sin señal.

Hizo café, como siempre. Se vistió, fue a trabajar, contestó correos. Pero todo le supo a cartón. Miró la lista de tareas como quien mira una receta en otro idioma. Sabía que “tenía” que seguir. Pero no entendía el porqué.

Y eso —aunque no lo dijo en voz alta durante días— la asustó profundamente.

Cuando la brújula se calla

A veces la vida no grita. Solo deja de hablarte.

Inés intentó seguir como si nada. Se repetía frases del tipo “ya se me pasará”, “es una fase”, “solo necesito descansar bien”. Pero una parte de ella sabía que no era eso.

Hasta que un viernes, sin mucho preámbulo, pidió unos días libres. Se fue a una cabaña en la montaña que le había recomendado una colega que vivía a base de aceites esenciales y caminatas descalza por el césped. Inés no creía en nada de eso, pero algo en su cuerpo dijo: “sí, ahora mismo eso”.

La cabaña era pequeña, sin señal, con una estufa de leña y libros con títulos raros como El silencio fértil y El arte de no hacer nada. La primera noche no durmió. La segunda, un poco mejor. La tercera, soñó con árboles. Y la cuarta... la cuarta salió a caminar en plena madrugada, con el bosque envuelto en ese tipo de niebla que no asusta, sino que invita.

Y fue ahí, justo ahí, donde lo vio.

El viejo que no preguntó

Sentado sobre una piedra, como si llevara siglos esperándola, había un hombre mayor. No tenía aire de maestro, ni de sabio, ni de guía. Pero sus ojos... sus ojos parecían reconocer algo en ella que ni siquiera ella sabía que buscaba.

—Estoy perdida —dijo Inés sin más, sorprendida de haber hablado.

El hombre no pareció sorprenderse. Solo asintió, con esa expresión que no busca arreglarte.

—No estás perdida —respondió—. Solo cambiaste de estación.

Inés frunció el ceño. ¿Estación?

—¿Primavera, verano…? ¿Eso?

Él sonrió.

—El alma también tiene estaciones, ¿sabías? Solo que no siguen el calendario ni obedecen a la agenda.

Hubo silencio.

—La primavera es cuando algo nuevo quiere nacer. La sientes sin saber bien qué es, pero está ahí, latiendo bajito. El verano es la expansión: ideas, energía, movimiento. Todo florece. El otoño es el tiempo de soltar, de aceptar que hay cosas que ya cumplieron su ciclo. Y el invierno... el invierno es cuando todo parece callar, pero por dentro algo profundo se está preparando.

Inés no dijo nada. Pero sus ojos sí. Y por primera vez en mucho tiempo, lloró sin vergüenza.

No era ansiedad. No era vacío. Era invierno.

Y ella no lo había sabido reconocer.

Lo que pasa cuando dejas de empujar

Inés no encontró respuestas mágicas en esa conversación. Tampoco fórmulas, ni mantras, ni una estrategia de tres pasos para “recuperar el rumbo”. Pero algo dentro de ella aflojó.

Dejó de exigirse estar motivada. Cerró la agenda. Encendió la estufa. Cocinó sin mirar el reloj. Escribió frases sueltas en un cuaderno sin líneas.

Durante los días siguientes, se permitió simplemente... estar.

Y en ese estar —sin buscarlo— algo comenzó a moverse. No como una revelación hollywoodense, sino como una grieta minúscula por donde se cuela la luz. Un libro que le despertó una idea. Una melodía que le trajo un recuerdo olvidado. Un anhelo que volvió, chiquito, tímido, pero sincero.

Sin darse cuenta, la semilla se estaba activando.

Y así, sin empujar, volvió la primavera.

No se trata de ir a ningún lado

Cuando Inés regresó a su rutina, algo era distinto. Por fuera, parecía igual. Pero por dentro, ya no caminaba por un mapa externo. Ahora, antes de cualquier decisión, se hacía una pregunta nueva:

¿Desde qué estación estoy viviendo esto?

Porque entendió que no se trata siempre de ir hacia algún lugar. A veces, lo importante es desde dónde estás actuando. Desde qué parte de ti. Desde qué ritmo. Desde qué estado del alma.

Y si estás en invierno, forzar la primavera no solo es inútil… también duele.

¿Y tú? ¿En qué estación estás?

Este no es un test con resultados automáticos. Pero si te sientes desconectado, cansado, sin energía para lo que antes te emocionaba... tal vez no estás haciendo nada mal.

Tal vez simplemente estás en otra estación.

Una pista rápida:

  • Si todo te ilusiona pero aún no sabes por qué, podrías estar en primavera.

  • Si estás a mil por hora y todo fluye, suena a verano.

  • Si estás despidiendo cosas o personas, huele a otoño.

  • Si solo quieres silencio, mantas y respirar… es invierno, amigo.

Y todas, absolutamente todas, tienen su tiempo, su sentido y su propósito.

Bonus track (ejercicio sin presión)

Toma una hoja. Dibuja un círculo. Divídelo en cuatro: primavera, verano, otoño, invierno.

Piensa en momentos de tu vida que correspondan a cada estación. Escríbelos. Mira el patrón.
Y ahora pregúntate:

  • ¿Dónde estoy hoy?

  • ¿Qué necesita mi alma?

  • ¿Qué pasaría si, por una vez, dejara de correr hacia el siguiente logro y simplemente escuchara lo que esta temporada interior quiere decirme?

Inés no volvió a ser la de antes. Tampoco lo quiso.

Porque ahora sabía algo que antes ignoraba: que no siempre hay que saber a dónde ir.
A veces, basta con respetar el lugar en el que estás.

Y eso —cuando lo aceptas de verdad— es más que suficiente.

Del Relato a la Resolución

Si dentro de ti hay una sensación de pausa, una niebla que no termina de disiparse, un ritmo interno que no encaja con las exigencias externas… tal vez no estés perdido. Tal vez solo estés en otra estación de tu alma que merece ser escuchada con respeto y sin prisa.

No necesitas florecer a la fuerza. A veces, el acto más valiente es quedarte quieto, respirar hondo y permitirte estar donde estás. Reconocer tu estación actual ya es comenzar a transformarte.

Y si sientes que ha llegado el momento de explorar más profundamente tus ciclos —ya sea este invierno interior o el renacer de una nueva primavera—, agenda hoy mismo una sesión personalizada de coaching. Será un honor acompañarte en tu camino de regreso a ti.

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Hasta la próxima entrega,

Coach Alexander Madrigal

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domingo, 22 de junio de 2025

El retrato de un deseo no cumplido: cuando los sueños que no fueron nos enseñan a vivir


A veces, un simple objeto olvidado puede tener más peso que mil palabras. Puede ser una carta que nunca se envió, una maleta que nunca se abrió… o, como en esta historia, una fotografía descolorida sobre una vieja cómoda. Una imagen que lleva años ahí, en silencio, esperando ser mirada con otros ojos.

¿Alguna vez te ha pasado? Descubrir algo pequeño que desata algo grande. Una memoria, un anhelo, una verdad que no sabías que necesitabas. Así empieza este relato, y tal vez, así podría empezar también una nueva etapa en tu vida.

Lo que el polvo no borra

Clara regresó a la casa de su tía Elvira seis meses después del funeral. Con más dudas que certezas, abrió la puerta con esa mezcla extraña entre duelo resignado y curiosidad. La casa estaba en orden. Demasiado en orden, como si todo siguiera esperando a que Elvira volviera.

En el pasillo, sobre una cómoda antigua, descansaba una foto que Clara nunca había notado. Era pequeña, con los bordes corroídos y los colores casi borrados. Mostraba a una joven elegante, frente a una estación de tren. Tenía una sonrisa cargada de algo que Clara no supo si era ilusión o miedo. Sosteniendo una maleta con una mano y el sombrero con la otra, parecía a punto de irse… o de regresar.

Pero lo más desconcertante fue reconocerla: era su tía. Una versión joven, desconocida, más soñadora que la mujer que Clara había conocido. Una Elvira que hablaba de París con brillo en los ojos pero que nunca había cruzado el Atlántico.

Cartas que nunca llegaron

El hallazgo de la fotografía llevó a Clara a escarbar más. Abrió cajones, cajitas, sobres… hasta que encontró una pequeña carta sin sello, escrita a mano con una caligrafía temblorosa:
“Querida mamá, si lees esto es porque decidí irme… Pero si nunca lo lees, es porque no me atreví. Reza por mí de todos modos.”

Y ahí estaba. El viaje que no fue. El sueño que no se cumplió. El deseo que se apagó antes de salir de la estación.

Clara, con la carta en la mano, sintió un eco profundo. Porque también ella tenía una lista de "algún día". También había soñado con vivir en otra ciudad, aprender otro idioma, reinventarse por completo. Pero la vida —esa mezcla de responsabilidades, miedos y rutinas— también la había ido dejando en la estación.

El legado de los sueños postergados

No es fácil admitirlo, pero todos cargamos con deseos no cumplidos. Algunos son nuestros. Otros, heredados. Sueños que no nos pertenecen, pero que sentimos como propios porque alguien los dejó sobre nuestra espalda con un suspiro o una frase casual: “Si yo hubiera tenido tu edad…”

Lo interesante es que esos sueños, aunque no se cumplieron, no se borran. Se transforman. Se quedan ahí, como esa fotografía, descoloridos pero presentes. Esperando a que alguien les dé un nuevo sentido.

Y es que no siempre estamos llamados a cumplir los sueños de quienes nos precedieron. A veces estamos llamados a mirarlos de frente, agradecerlos… y construir los nuestros con lo que ellos nos dejaron.

Cuando un retrato se vuelve brújula

Clara no compró un boleto a París ese mismo día. No dejó su trabajo ni se inscribió a una escuela de diseño. Pero sí hizo algo profundamente simbólico: enmarcó la fotografía otra vez. Le quitó el polvo, le buscó un marco nuevo, y la puso junto a su cama.

Esa noche, por primera vez en años, se sentó a escribir una lista. No de tareas. No de pendientes. Sino de deseos. Deseos reales. Propios. Deseos que podrían parecer pequeños, pero que hablaban de una vida más viva.

Como aprender francés solo por placer. Retomar sus dibujos abandonados. Viajar sola. Decir que no sin culpa. Decir que sí sin permiso.

Lo que aprendemos de lo que no fue

Podríamos pensar que los sueños no cumplidos son fracasos. Pero no. A veces son cartas que llegan con retraso. Avisos. Señales. Una forma en que el alma nos susurra: “Todavía estás a tiempo.”

Porque, seamos honestos… ¿cuántas veces dejamos pasar algo importante porque creemos que ya es tarde? ¿Cuántas veces nos contamos la historia de que “eso no es para mí” cuando en realidad solo tenemos miedo de que sí lo sea?

Y tú, ¿qué sueño está esperando en tu cómoda interior? ¿Qué carta no enviada te está llamando a moverte?

No todos los sueños nacen para cumplirse, pero todos nacen para enseñarnos algo

Tal vez Elvira nunca viajó. Tal vez París se quedó como una postal mental. Pero su deseo no fue en vano. Fue semilla. Fue brújula. Fue regalo.

Porque gracias a ese deseo no cumplido, Clara se atrevió a mirar su vida de otro modo. Y quizás tú también puedas hacerlo. No necesitas tomar un avión. A veces basta con mirar una foto vieja, abrir un cuaderno nuevo y escribir algo que no habías dicho hasta ahora.

¿Y si el siguiente paso es tuyo?

La próxima vez que encuentres un objeto olvidado —una foto, una carta, un libro que alguien amó— no lo subestimes. Tal vez no solo estás descubriendo algo del pasado. Tal vez estás recuperando algo que también es tuyo.

Y si aún no sabes por dónde empezar, aquí va una sugerencia:
Pregúntate cuál es ese deseo que dejaste pendiente, no porque no fuera posible… sino porque creíste que ya era tarde. Y luego, solo por hoy, actúa como si no lo fuera.

Porque no lo es.

Del relato a la Resolución

Si hay dentro de ti un deseo que aún susurra en silencio —una promesa no cumplida, un sueño postergado o una versión tuya esperando ser mirada con ternura— tal vez este sea el momento de dejar de postergar lo esencial.

No necesitas cambiarlo todo de inmediato. A veces, el acto más transformador es tan sencillo como escuchar con honestidad y dar un primer paso, simbólico pero real.

Para ayudarte en ese primer paso, he preparado una guía que acompaña este relato con ejercicios de reflexión y acción. Puedes solicitarla aquí:
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Y si sientes que es tiempo de explorar más a fondo lo que te mueve por dentro —ya sea esto o algo más profundo, en un espacio seguro y acompañado, agenda hoy mismo una sesión personalizada de coaching. Será un honor ayudarte a redescubrir lo que aún puede florecer.

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Hasta la próxima entrega,

Coach Alexander Madrigal

© 2025 Alexander Madrigal. Todos los derechos reservados.




domingo, 15 de junio de 2025

¿Cómo dar sin quedarte sin nada?

Ilustración de un cofre de madera con fondo falso como metáfora de dar sin recibir en relaciones emocionales

El Cofre Vacío: Cuando lo que das se pierde donde no hay retorno

Hay historias que parecen simples cuentos. Pero otras —como la que estás a punto de leer— funcionan como espejos: nos reflejan sin pedir permiso. Te advierto algo desde ya: si alguna vez sentiste que dabas y dabas hasta quedar vacío... este relato podría tocarte más de lo que imaginas.

Un regalo con advertencia

Amira no buscaba reconocimiento. En su pequeña aldea era conocida por ayudar a quien lo necesitara. Siempre tenía una sonrisa a la mano y una sopa caliente en la estufa. Un día, mientras cuidaba a un anciano enfermo en el mercado, una mujer de rostro arrugado y mirada penetrante le entregó un cofre de madera tallada.

Guárdalo bien, dijo la anciana. Y asegúrate de que no tenga fondo doble.

Amira sonrió, sin entender del todo. Pero aceptó el regalo como aceptaba todo en la vida: con el corazón abierto.

El cofre comienza a llenarse… y vaciarse

Poco después conoció a Elías. Él parecía un suspiro perdido que por fin había encontrado aire. Encantador, frágil, necesitado. De esos que saben pedir sin decir palabras. Amira, cómo no, le ofreció apoyo, tiempo, comprensión. Cada palabra de aliento era una moneda simbólica que ella depositaba en el cofre.

Y sin embargo… nunca bastaba. Elías siempre requería más.

Más compañía. Más ayuda. Más energía.

Y el cofre —aquel bonito objeto que parecía mágico— seguía vacío. Ni una sola moneda quedaba adentro. Como si todo desapareciera. Como si todo se esfumara apenas tocar el fondo.

¿Te suena conocido?

Cuando el dar se convierte en drenaje

Hay relaciones, proyectos o trabajos que parecen cofres valiosos. Pero si no prestas atención, podrías estar alimentando un fondo doble. Uno que traga sin saciarse, que consume sin devolver, que recibe sin honrar lo recibido.

No es cuestión de dejar de dar. Es cuestión de observar a quién, cuánto, desde dónde y con qué expectativa.

Amira comenzó a notarlo. Cada vez que invertía en Elías, ella terminaba más agotada. No por dar —sino porque su dar se volvía invisible. Ni un “gracias”, ni una señal de cambio. Solo más necesidad.

El quiebre inevitable

Una noche, mientras el silencio pesaba más que el sueño, Amira abrió el cofre. Lo examinó con cuidado, golpeó sus paredes, tocó el fondo… hasta que un ruido hueco la hizo sospechar.

Rompiendo una pequeña tabla descubrió una trampilla. Un fondo falso.

Las monedas, aquellas representaciones de su amor, su tiempo, sus cuidados… todas se habían deslizado por un canal oculto. Habían desaparecido en un espacio sin retorno. En la madera estaba grabada una frase:

“Lo que no es correspondido, desaparece.”

Y ahí, en el centro del dolor, apareció la claridad.

¿Y si el cofre no es el problema?

A veces, no es que tú ames demasiado. Es que el otro no sabe recibir. O no quiere. O no puede. O simplemente, no le importa.

Eso no te hace débil. No te convierte en ingenuo. Solo significa que tienes que reparar tu cofre. Cerrar el fondo doble. Ponerle estructura a tu entrega.

Amira enfrentó a Elías. Él se fue sin oponer resistencia. Porque quienes se acostumbran a recibir sin dar, también huyen cuando se les pone un límite.

Después, volvió donde la anciana. Esta la esperaba, como si supiera que ese momento llegaría.

¿Entendiste ya? —le dijo.

Amira asintió. Y, con sus propias manos, selló el fondo. Desde ese día, usó el cofre para guardar lo que sí tenía valor: semillas para su huerto, cartas de sus alumnos, dibujos que los niños le regalaban.

Y ese cofre, por fin, comenzó a llenarse de verdad.

¿Te has quedado con el cofre vacío?

Hablemos sin rodeos: hay momentos en la vida en los que te das cuenta de que llevas años invirtiendo donde no hay retorno. Puede ser una relación, un trabajo, una amistad o incluso una versión antigua de ti mismo que ya no tiene sentido mantener.

Entonces… ¿qué hacer?

No se trata de volverse egoísta, sino de volverse consciente.

Y sí, cuesta. Porque decir “ya no más” a lo que te hizo sentir útil también duele. Pero en ese duelo nace algo poderoso: el respeto por tu energía, tu tiempo y tu valor.

Algunas preguntas que podrían abrir tu propio cofre

  • ¿Dónde estoy dando más de lo que recibo?

  • ¿Qué me impide poner límites claros?

  • ¿Mi forma de dar está conectada con el amor… o con el miedo a no ser suficiente?

  • ¿Quiénes sí valoran lo que entrego y me invitan a crecer con ellos?

El arte de cerrar el fondo doble

Reparar un cofre emocional no es solo un acto simbólico. Es una práctica constante.

✔ Decir que no sin culpa.
✔ Observar si tus actos vienen desde el deseo o desde la obligación.
✔ Recordarte que mereces reciprocidad, no como un premio, sino como un derecho emocional básico.

Porque tu energía también es sagrada

Podrías pensar: “Pero ¿y si un día sí cambia? ¿Y si después agradece?”
Y claro… todo es posible.
Pero también es posible que no.

Y la pregunta que queda es: ¿quieres seguir vaciándote mientras esperas?

Un final que es un comienzo

Amira aprendió a dar distinto. No menos, no con miedo, sino con conciencia. Su cofre, ahora completo, sigue llenándose con cosas pequeñas: palabras sinceras, abrazos reales, momentos que no desaparecen.

Porque cuando lo que das encuentra eco, el cofre se convierte en altar.

Y tú, ¿cómo está el fondo de tu cofre?

Del Relato a la Resolución

Si sientes que estás dando más de lo que recibes, que tu energía se desvanece en relaciones o situaciones sin retorno, tal vez ha llegado el momento de reparar tu propio cofre interior.

Si deseas dar un paso más profundo y trabajar este tema —o cualquier otro que toque tu alma— en una sesión personalizada de coaching, actúa ya y programa una sesión hoy mismo. Será un placer caminar contigo hacia una forma de dar más consciente, plena y equilibrada.

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Hasta la próxima entrega,

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domingo, 8 de junio de 2025

El niño Que Enseñaba Sombras: Una historia sobre cómo volver a jugar puede cambiarlo todo

Imagen simbólica de un niño proyectando sombras con sus manos en una pared blanca, representando emociones ocultas y la expresión interior

Hay pueblos que tienen relojes en cada plaza pero olvidan la hora del alma. Aldeas donde todo funciona a la perfección… menos las personas. Donde la rutina camina tan rápido que las emociones se quedan rezagadas, sentadas en un banco polvoriento que nadie mira.

Este relato nace en uno de esos lugares.

Era un pueblo limpio, ordenado, silencioso. Las calles eran rectas, las ventanas idénticas, y el parque —sí, ese parque que alguna vez vibró con risas— parecía una fotografía antigua: sin movimiento, sin niños, sin vida.

La gente no hablaba de sus miedos. Mucho menos de sus errores. Decían que eso era “cosa privada”, que llorar era de débiles, que mostrar la sombra... era señal de algo roto. Y claro, nadie quería parecer roto. Así que todos fingían ser perfectos.

¿Te suena conocido?

Cuando apareció “él”

Una tarde cualquiera, justo cuando el sol comenzaba a estirarse perezoso sobre los muros de la plaza, apareció un niño.
No tenía nombre —o al menos nadie lo recordaba—. Tampoco se sabía de dónde venía. Lo que sí tenía era una manera peculiar de moverse: con calma, sin prisa, como si el mundo aún fuera un lugar habitable.

Y traía consigo algo aún más inusual: jugaba con su sombra.
Literalmente.

Se paraba frente a una pared, levantaba las manos, y empezaba a crear figuras con los dedos: un pájaro, un dragón, una mariposa que parecía a punto de volar.
Lo más extraño no era eso. Lo verdaderamente extraño era que reía. Solo. Sin vergüenza. Como si no supiera que en ese pueblo eso ya no se hacía.

El primer “clic”

La mayoría de los adultos lo observaban de reojo.
Algunos lo ignoraban, otros apretaban los labios como si fuera una falta de respeto. Pero hubo una niña —de unos ocho años, pelo desordenado y mirada triste— que se detuvo.

Llevaba meses sin reír. Sus padres peleaban en casa. Nadie le preguntaba cómo estaba. Hasta que ese niño le dijo, sin mirarla directamente:
—¿Quieres ver cómo se hace un dragón con sombra?

Ella no contestó. Pero sus manos se alzaron, torpes, hasta imitar las del niño.
Y ahí estaba: un dragón de sombra rugiendo sobre el muro. Tan real como cualquier miedo. Tan tierno como cualquier deseo.

Ella rió. Bajito, al principio. Luego con ganas.

Lo que comenzó como un juego

Fue cuestión de días.
Otro niño se unió. Y luego otro. Después vino una madre que fingía no mirar, un abuelo curioso, un joven que pasaba por ahí.
Y lo que al principio era una rareza, se convirtió en costumbre.

Pero este niño no solo enseñaba figuras. Enseñaba algo más profundo:
—Mira —decía señalando una forma alargada y encorvada—. Este soy yo cuando tengo miedo.
—¿Ves este bicho extraño? Así se ve mi enojo cuando me lo guardo.
—Y este… este soy yo cuando me siento invisible.

Sin darse cuenta, estaba dándoles a todos un permiso que no sabían que necesitaban: el permiso de mostrar lo que escondían.

¿Cuándo fue la última vez que jugaste?

Dejando de lado la historia por un momento —porque sí, esto es un blog, no solo un cuento—…
Déjame preguntarte algo:
¿Cuándo fue la última vez que jugaste con tu sombra? No hablo de literalidad (aunque podrías intentarlo, no sería mala idea). Hablo de jugar con lo que te incomoda, con lo que usualmente escondes.

Todos tenemos sombras: emociones sin digerir, deseos mal etiquetados, partes de nosotros que aprendimos a rechazar.
Y lo curioso es que, cuanto más las evitamos, más nos persiguen.

Este niño, sin decirlo con palabras rimbombantes, estaba enseñando justo eso: que jugar con la sombra es una forma poderosa de integrarla. De dejar de tenerle miedo. De reconciliarse con uno mismo.

La noche del teatro

Una tarde especial —de esas en las que el aire huele distinto, como si algo fuera a pasar—, el niño montó un teatro de sombras en la plaza.
Colgó sábanas blancas. Pidió lámparas. Repartió tizas de colores.

—Hoy vamos a contar historias con nuestras sombras —anunció.

Y entonces ocurrió algo que nadie esperaba.

El panadero proyectó la figura de un niño llorando.
Una madre hizo la forma de un corazón partido y luego, con una simple curva, lo volvió a unir.
Una mujer mayor —la misma que decía que “ya estaba muy vieja para eso”— dibujó un árbol en flor.

La gente no solo observaba. Aplaudía. Lloraba. Se miraba a los ojos sin miedo.
No porque todo estuviera resuelto, sino porque por primera vez… estaban siendo verdaderos.

Y luego, el silencio

Al día siguiente, el niño no estaba.
No dejó nota, ni pistas, ni dirección.
Solo una caja de madera, con tizas gastadas y un pequeño cartel escrito con letra temblorosa:

“La sombra no es para esconderse. Es para jugar, para contar historias, para encontrarse.”

Desde entonces, el parque no volvió a estar vacío.
Los muros del pueblo se llenaron de dibujos extraños: algunos eran figuras claras, otros no tanto. Pero todos eran reales.
Todos eran intentos sinceros de decir: “Aquí estoy. Con mi luz… y también con mi sombra.”

Lo que esta historia quiere recordarte

No tienes que ser un experto en psicología para comprender lo esencial:
Lo que reprimes, te domina.
Lo que nombras, lo liberas.
Y lo que juegas, lo integras.

Quizás no aparezca un niño misterioso en tu barrio (aunque nunca se sabe), pero puedes ser tú quien inicie ese pequeño acto de ternura contigo mismo.

Cierra los ojos. Imagina tu sombra. Dale forma. Pregúntale qué quiere decirte.
O, si te animas, ve a una pared al atardecer y empieza a mover las manos.
Haz un pájaro. Haz un monstruo. Hazte a ti.
Y ríe.

Porque al final del día —sin fórmulas mágicas ni gurús de Instagram—, a veces lo que más necesitamos es jugar otra vez.

Del Relato a la Resolución ©

Todos cargamos sombras que a veces nos pesan más de lo que admitimos. Emociones sin procesar, creencias heredadas, versiones de nosotros que escondimos por miedo o por costumbre. Pero lo cierto es que esas sombras no están ahí para atormentarnos. Están esperando ser escuchadas.

Y ahí es donde el Coaching puede convertirse en ese espacio seguro. Un lugar donde tus luces y tus sombras pueden dialogar sin juicio. Donde puedes recuperar la autenticidad, sanar vínculos, transformar viejos patrones y reconectar con quien realmente eres.

Si este es un buen momento para ti —para trabajar tu mundo emocional, tu niño interior, tu creatividad olvidada o tus relaciones más significativas—, te invito a dar ese paso.
Agenda una sesión personalizada de coaching y hagamos juntos ese “teatro de sombras” que puede cambiar la forma en que te ves y te vives. 

Hasta la próxima entrega,

Coach Alexander Madrigal


© 2025 Alexander Madrigal. Todos los derechos reservados.


domingo, 1 de junio de 2025

¿Qué hacer si te enreda la vida?

Primer plano de un carrete de hilo rojo sobre una mesa de madera, con un hombre mayor desenrollando el hilo al fondo, simbolizando introspección y sanación emocional.

A veces, la vida se enreda. Nos pasa a todos. Una palabra que no dijimos, una historia mal contada, una parte de nosotros que dejamos escondida por miedo o por costumbre. Y con el tiempo, esas pequeñas omisiones forman nudos. Algunos se aflojan con los años; otros se aprietan tanto que parece que no hay forma de soltarlos. Pero, ¿y si te dijera que hay un lugar donde esos hilos enredados se transforman en arte?

No, no es una fantasía new age ni un curso caro de fin de semana. Es una historia. Una que resuena, porque, en el fondo, todos tenemos algo que necesita ser tejido con verdad.

El taller que no aparece en Google Maps

Cuentan que existe un taller en alguna parte. No tiene dirección exacta ni horario fijo. Uno no llega con el GPS, sino con el alma un poco inquieta. Al parecer, solo acceden quienes ya están listos para dejar de fingir.

El Tejedor que lo dirige es un anciano de manos firmes y mirada tierna. No dice mucho, pero cuando habla, sus palabras se sienten como un hilo que entra directo al corazón. A cada visitante le entrega un carrete de hilo escarlata. Nada más.

—Este hilo solo responde a la verdad —advierte, como quien revela una ley sagrada.

Y lo curioso es que así es. Si dices lo que los demás esperan, el hilo se enreda. Si repites frases vacías o cuentas historias a medias, se vuelve opaco. Pero si te animas a hablar desde dentro, aunque tartamudees o llores... el hilo se extiende y brilla.

No se trata de arte: se trata de integridad

No hay patrones a seguir. No hay moldes. Cada quien teje lo que trae. Y ahí es donde pasa lo inesperado: los hilos comienzan a contar historias que ni siquiera sabías que tenías guardadas. Un recuerdo de la infancia que creías superado. Una decisión que nunca entendiste del todo. Una parte de ti que nadie había visto.

La belleza del tejido no está en su simetría, sino en su verdad. Algunos son caóticos, otros delicados. Algunos tienen nudos visibles, otros están llenos de vacíos. Pero todos tienen una esencia que conmueve.

Tejer como acto de coraje

Hay que decirlo: no es fácil. Tejer con verdad duele a veces. Remueve. Despierta. Pero también libera. Y esa es la magia del taller: no está diseñado para perfeccionarte, sino para devolverte a ti.

Porque cuando alguien se atreve a contar su historia real, sin maquillaje ni hashtags inspiradores, algo cambia. En uno mismo y en los demás. Es como si el hilo tuviera el poder de desarmar mentiras y reconstruir puentes.

Una lección que se queda pegada a la piel

Muchos entran al taller pensando que van a aprender una técnica, pero salen con una revelación: no se trata de saber tejer, sino de atreverse a empezar. De tomar el hilo, mirarlo con honestidad y decir: "Esta soy yo. Este soy yo. Con todo."

Y, curiosamente, eso basta. Porque el tejido no necesita ser bonito. Solo necesita ser verdadero.

Y ahora... tu turno

No necesitas buscar un taller mágico para empezar. Tu mesa de cocina puede ser suficiente. Un cuaderno. Una tarde de silencio. Una conversación sin filtros. Cada vez que eliges la verdad sobre la apariencia, estás tejiendo. Cada vez que nombras tu historia sin vergüenza, el hilo escarlata se extiende.

Y quizá, sin darte cuenta, ya eres parte del Taller del Tejedor.

Preguntas para hilar tu propio tejido:

  • ¿Cuándo fue la última vez que contaste una verdad que temías?

  • ¿Qué parte de ti sigues escondiendo porque crees que no es digna de ser vista?

  • Si tu vida fuera un tapiz, ¿qué historia estaría contando hoy?

Y recuerda: no hay hilos feos. Solo hilos olvidados que están esperando que alguien los tome con amor y se atreva a tejer. Como tú. Como ahora.

Del Relato a la Resolución ©

Este relato puede haber tocado alguna fibra en ti. Tal vez sientas que es momento de tomar el hilo escarlata de tu propia historia y empezar a tejer desde otro lugar. Si deseas trabajar este proceso en profundidad —ya sea integrando tu historia, superando una etapa difícil o reconectando con tu propósito— estaré encantado de acompañarte en una sesión de coaching personalizada.

Con aprecio,

© 2025 Alexander Madrigal. Todos los derechos reservados.